4 ene 2019

lo máximo de lo mínimo de 2018





La fascinación con el tiempo y la distancia deben de ser la última fuente de orgullo de los seres humanos
Sion Sono en Hiso hiso boshi



En 1995, a punta de súplicas mías y ruegos disfrazados de comentarios bien informados sobre las ventajas de tener una, mi mamá compró en Viana una videocasetera Goldstar que, estoica, ha resistido hasta el día de hoy (la tengo aquí a mi lado). La segunda cosa que hice en cuanto me la instaló un primo (la primera fue aprender a grabar Los Simpsons) fue ir a sacar mi credencial del Macrovideocentro que teníamos a la vuelta de la esquina. En aquellos días la atmósfera limpia y ordenada del Videocentro, con su alfombra azul, sus muebles que no se parecían a ningún otro mueble doméstico y sus cajas de plástico con olor a futuro (que en realidad a lo que olía seguramente era a adolescentes en su primer trabajo) me atraía tanto que entraba a pesar de no tener dónde reproducir VHS's. Veía las películas, cuyas portadas se veían mucho menos llamativas que los comerciales de televisión que las habían anunciado unos 10 meses antes; veía también la basura que vendían a lado de las cajas (algunos dulces, seguro algún PEZ habría por ahí). Unos cuantos meses después, justo mientras yo me encontraba de vacaciones de verano en el pequeño pero muy bonito pueblo de El Carmen, en los linderos de Hidalgo con Querétaro, pusieron todas esas películas en un gigantesco anexo en el estacionamiento de la Comercial Mexicana (el mismo anexo donde ponían todos los juguetes en temporada navideña y en el que una vez me compré uno de los Crash Test Dummies (los juguetes, no la banda) a precio especial). Esas cajas de plástico negro que ciertamente ya no olían a nuevo ahora descansaban en mesas con letreros que exhibían códigos de colores que indicaban cuánto costaban en la venta de remate con la que se despedía el Videocentro. Al regresar del pueblo no pude más que imaginarme lo que me contaron que habían sido los primeros días del remate. Imaginé todo ese futuro en forma de cintas magnéticas y cartuchos a precios módicos que se me había ido de las manos, aunque alcancé a comprar algunos juegos de Nintendo, especialmente, Megaman 3 ($20, me acuerdo perfectamente, en aquellos días el Metro debía costar unos ¢80).
Si me lo preguntan, Mega Man 3 es el mejor juego en toda la historia del NES.

Esta escena que me perdí debió incluir a muchos vecinos del centro-sur de la ciudad ("el plano 96", como yo siempre le digo, aunque ya nadie se acuerde de la Guía Roji) hurgando entre películas que ellos mismos, sus vecinos y algunos vecinos más lejanos con automóvil reprodujeron en sus casas. ¿Quiénes más habrán visto la misma copia de Wayne's World (1 y 2), Jamaica bajo cero o Dumb & Dumber que yo vi? ¿Cuántos de los que rentaron la misma copia que yo renté de Ace Ventura, Pet Detective habrán entendido el chiste de la última escena que yo, en mi preciada inocencia (nada hay de intrínsecamente bueno o mejor en perder la inocencia) no entendí ni viéndola las miles de veces que la habré visto? ¿Cuántas muchachas, cuyos nombres no conocí ni conocería jamás, pero que compartían la misma banqueta que yo y cuya existencia me pasaría desapercibida hasta unos cuantos años después, habrán tenido en sus manos las mismas copias de VHS que yo, en mi infinita obediencia, rebobinaba como la etiqueta decía?
Estoy seguro que ninguna.

Una escena más curiosa que todas estas era la de un niño francamente pasado de tamales, look más bien dominical, casi corriendo sobre las calles de Heriberto Frías y Miguel Laurent (en ese orden) para entregar a tiempo alguno de estos cassettes. La curiosidad y lo gracioso de mi paso se debían a que, a como Dios me dio a entender, si la película se rentaba por 24 horas (como la tabla de precios del Macrovideocentro decía), entonces era perfectamente lógico (me era perfectamente lógico) que si la película se había rentado a las 16:34 hrs del jueves 13 de julio de 1995, entonces debía de entregarse ANTES de las 16:34 horas del viernes 14 de julio de 1995. Durante el tiempo que fui su subscriptor, le devolví a Macrovideocentro todas sus películas, cuando más tarde, unas 23:59 hrs después de rentárselas, sin saber que cuando el sistema de devoluciones decía "24 horas" en realidad quería decir que se podían entregar al día siguiente después de haberse cumplido. Cuando el local del Macrovideocentro un día amaneció con un gigantesco y extranjerizante letrero que decía "BLOCKBUSTER" (cuya horrible credencial impresa a computadora en papel corriente carecía del alma que emanaba ver tu nombre mecanografiado sobre una tarjeta de papel bristol) y, a regañadientes, nos tuvimos que cambiar, entendí esto perfectamente y entregué todo al borde del cierre, a veces viendo las películas más de una vez. ¿Se imaginan a alguien hoy viendo una película 2 veces en menos de 24 horas? No respondan

Durante los 1.5 minutos que hacía caminando de mi casa al costado de la plaza que albergaba a la Comercial Mexicana de Pilares donde se ubicaba el Macrovideocentro, lo único en que pensaba era en que el tiempo se me terminaba, que una especie de marcador de energía como los de los videojuegos se me estaba acabando, y en cierto sentido me emocionaba llevar la película sabiendo que algo (quiero que por favor se reflexione en ese término, "algo") llevaba dentro de ella, que si algo daba sentido a mi caminar apresurado era ese algo, del cual yo era una especie de extensión, aun cuando la aburrida expresión del empleado que recibía mi copia rebobinada no lo sugiriera.

Esta idea del tiempo que corre, a punto de estallar, y se convierte en otra cosa, en algo, estoy seguro que debe servir para darle sentido a cosas más interesantes o, por lo menos, más universales, por ejemplo, la que hoy, 31 de diciembre de 2018, corre por tantísimos seres humanos a lo largo de muchos husos horarios. ¿No es eso lo que nos hace querer abrazarnos con varios miles de kilómetros de separación? Cuenta la leyenda (un especial de MTV) que después de grabar su disco Unplugged in New York, Kurt Cobain le dijo a los pocos que ahí se encontraban que le gustaría tener los brazos más largos para poder abrazarlos a todos. Desde la primera y única vez que lo escuché, jamás se me ha olvidado.

Desde hace algún tiempo paso la noche vieja pensando más en el hecho de que el año termina en un momento y otro comienza en el siguiente que poniendo atención a la cuenta regresiva que desde alguna televisión sonaba en la sala y que de niño tanto me angustiaba. Otro tiempo que asfixia, aunque en realidad eran las uvas las que me atragantaban (jamás pude comer ni la mitad antes de la medianoche, y quien diga que puede está mintiendo, ¿qué otras cosas se comen por docena en otras partes del mundo?). Esas uvas no contenían el tiempo como sí lo contenían los VHS's que fielmente llevaba de regreso a Macrovideocentro varias tardes de 1995 (¿ya quedó más claro cómo funciona?).

Por otro lado, todas las películas que vi, todos los libros que leí o todos los discos que escuché en el ya difunto 2018, muy a mi pesar, tampoco lo contienen, aun cuando algunos produjeron tiempo a su alrededor, unos con más fuerza que otros. Quiero pensar que ese tiempo mínimo, doméstico, miserable incluso (piensen en Netflix) que puede salir de una pantalla de computadora (o de sus bocinas) y replicar en un cerebro, no obstante, no es poca cosa. ¿Vale la pena escribir de corrido y sin pensarlo mucho sobre eso, más por el deporte que por el rigor (¿cual?), por escuchar el clac clac del teclado que cada vez menos personas conocen ante una ciberhumanidad posesa por la pantalla táctil? Eso sí no sé, pero desde que este blog existe tiene sólo dos tradiciones: fastidiar a quien tenga el tiempo suficiente para visitarlo y escribir reseñas de fin de año. Esperemos cumplir ambas cosas en éste, el único post del 2019, el más largo hasta ahorita (creo, no me voy a poner a leer los anteriores).

Vaya, pues, mi selección de todo lo que vi, oí y leí* en el 2018

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*(Valga agregar que todo lo aquí comentado, incluido lo que no tiene un link insertado, puede encontrarse en Google con un poquito de ganas, y si de plano no les aparece, pregunten)







Los libros más interesantes que leí en 2018




Osamu Dazai
El ocaso (1948)
Colegiala (1939)

Aunque conocí a Dazai por Colegiala (y ese, a su vez, por una película del mismo nombre) y es bellísimo, El ocaso es soberbio, y se me hace que su mejor obra, o al menos de las 4 o 5 que pude leer de él este año. Al revisar sobre Dazai en internet una de las cosas más mencionadas sobre él es su habilidad para escribir desde la perspectiva de una mujer (ojo, no de la mujer, sino de una). En los relatos de Colegiala Dazai retrata a mujeres miserables pero estoicas, no desde la perspectiva de la esperanza de una luz en los nubarrones que se han posado sobre sus confusas vidas, ni mucho menos como la tara que les habrá de dar identidad, sino como una reacción al mundo, quizá cercana a la idea de dar la otra mejilla. La postura de Dazai, no sólo en Colegiala, me sabe ligeramente pascaliana, y en este caso leer cómo podría una mujer colocarse desde una posición así es muy interesante, porque no se dirige a exagerar la postura sufriente, sino a construir una identidad muy flexible basada en las decisiones que sus protagonistas toman. A veces para buscar lo menos malo en sus vidas, otras, abiertamente enfiladas a sufrir su cruz, otras olvidándose de sí mismas. En Chiyojo, una jovencita empujada a escribir por el testarudo consejo de su tío contempla cómo las muchas expectativas que son puestas en ella se van sin más. Por momentos todos a su alrededor no parecen ver otro futuro en ella que ser una gran escritora, y un momento después ella ni siquiera existe ante los ojos de su familia. Chiyojo se limita a describir lo estúpida que se siente jugando a describir las cosas y suplica que la dejen ser una joven sin talento ni aspiración. Relata los consejos que le dan, cómo la descripción es lo más importante en literatura, cómo abundan en detalles formales, para un segundo después compadecerla por estar entre la espada (ser una ama de casa cualquiera) y la pared (ocurrírsele escribir). Houellebecq suele hacer eso también, y es una de las herramientas más elegantes que he visto para poner en la misma tabla la detestable textura de la vida corriente y la materia pura de la que están hechas las esperanzas. En Kikuko una mujer describe la infinita vergüenza que pasó al creer que había hecho una conexión espiritual con un escritor cuando en realidad no contaba siquiera con el reconocimiento de su existencia. Las mujeres de Dazai son únicas. No sufren como tal, más bien hacen de la rabia hacia sí mismas la vía más digna posible para continuar existiendo en un mundo donde la culpa (¡hola, Blaise!) es el único motivo de vida que no da vergüenza acoger.

Esta actitud desarrollada largamente es la que hace tan increíble a El ocaso. En este caso, esta actitud se coordina entre los miembros de una familia de clase alta venida a menos que se ha visto en la penosa necesidad de conocer el mundo justo después del fin de la guerra. La relación entre la madre y la hija es un hastío infinitamente extendido por el sopor de las últimas horas del día, cuando todo necesita asearse, guardarse o memorarse, cuando la última y más cansada comida del día no vendrá a brindar satisfacción sin antes defenderse y llevarse algo de la poca humanidad que queda alrededor de la mesa. Dazai logra que uno casi casi pueda oler cómo la madera, las flores, las ropas, se van echando a perder.


Me estoy asfixiando en el aire enrarecido de un puerto; quiero izar las velas, incluso si me espera la tormenta en mar abierto. La velas arriadas están sucias sin excepción. Los que se burlen de mí serán como velas arriadas. Sin nada que hacer.

¡Vaya problema de mujer! Pero, con todo este asunto, la que no se toma en serio soy yo misma. Sería absurdo que un observador, que no ha sufrido por esto, me criticara descansando ante la fealdad de sus velas flácidas. No tengo el menor deseo de que nadie opine a la ligera sobre mis pensamientos. No tengo pensamientos. Nunca, jamás, he actuado de acuerdo a pensamientos o filosofías.


Esa capacidad para hablar de algo que se detesta a sí mismo, que pareciera no estar vivo, sino ser una cosa que busca su propia corrosión como único cometido de su existencia, no obstante, no impide que cuando Dazai escriba sobre los pequeñísimos accesos de belleza que quedan lo haga de maneras increíbles:


Últimamente no para de caer una lluvia sombría; todo me deprime. Hoy he sacado el sillón de mimbre a la galería, para continuar un jersey que esta primavera dejé sin terminar. Es una lana de un rosa vivo que parece algo desteñido, y pensaba combinarla con un color cobalto. La lana rosácea procede de una bufanda que me tejió mamá cuando estaba en la escuela primaria. Esa bufanda estaba cosida en forma de capucha, de modo que cuando me miraba al espejo con ella puesta me parecía que me observaba un duendecillo. El color era muy distinto al de las bufandas de mis compañeras, por lo que yo la odiaba. Cuando una amiga de familia rica de Kansai me dijo: «¡Qué bufanda tan bonita!», elogiándola en tono de persona adulta, todavía me dio más vergüenza y desde ese día no me la puse nunca más, quedando escondida para siempre en un cajón.

Esta primavera apareció en el trastero, la deshice y decidí tejerme un jersey a fin de darle una nueva vida. Sin embargo, el color no me gustaba y la dejé de lado hasta hoy que, como no tenía nada que hacer, la saqué de nuevo y me puse a tejer despacio. Pero, mientras tejía, me di cuenta de que el rosa vivo de la lana se mezclaba con el gris del cielo produciendo un efecto de increíble suavidad. Nunca se me había ocurrido pensar que era importante considerar la armonía del color de una vestimenta con el cielo. Me quedé con la mirada perdida, un poco sorprendida de lo preciosa que era la combinación. Qué curioso que la lana rosa vivo y el gris del cielo se complementaran animándose mutuamente. De repente, la lana que tenía en las manos me pareció muy cálida y el cielo lluvioso como del terciopelo más suave. Me recordó la pintura de Monet de una catedral en la niebla. Me dio la impresión de que, gracias a esta lana, había entendido por primera vez lo que era el buen gusto. Y mamá había elegido, precisamente, este color porque sabía lo armonioso que resultaría con el cielo invernal cargado de nieve; fui tonta al detestarlo.


En El ocaso, esa actitud doméstica de contemplación del mundo a través del filtro más sucio que pueda existir (uno mismo) que ocurre en Colegiala se extiende y replica entre los miembros de la familia, que no parece tener tiempo para construir mínimos momentos de felicidad, pero sí para considerar el precio de las cosas (algo sobre eso hablaba Céline en Viaje al fin de la noche). 





Robert Smithson: The collected writings (1996)

Una de las grandes desventajas, por no decir taras, de quien gusta de escribir es que no puede hacerlo flotando en el vacío y siempre, siempre lo hará dirigiéndose a algo. Un punto cardinal, un público, una foto de sí mismo obstruyendo el paisaje e incluso la pared de su habitación, lo que sea, pero algo. Esta actitud, mal acompañada de adulación o porras, puede engendrar errores demasiado grandes, como ahora dicen en el norte. Smithson suele bordear, casi casi rozando, esta actitud. Sus textos suelen tener toda la malicia que un texto cualquiera necesita (soy de la idea que incluso la pura labor de compartir, aunque noble, ya implica una cierta malicia, y también es siempre necesaria), y al lector sensible podrían llegar a parecerle severos. En sus accesos por recurrir a prosa científica, a desbaratar metáforas que nos parecen completamente naturales y a elaborar complejas críticas a sistemas que cuesta trabajo siquiera entender dónde y cómo operan (como sus textos sobre el humanismo en las artes), Smithson puede parecer un enfant terrible que prefiere la resortera del analista a la del incendiario. Puede llegar a caer gordo, pues. No obstante, también hay que mencionar que muchas de las ideas que escribió para revistas de arte, conferencias y las entrevistas que él mismo editaba son brillantes. Más de una idea a lo largo de sus textos es simplemente nueva, no es algo que uno haya leído antes, y cuesta trabajo captar su pertinencia en un aparato crítico para pensar el arte que no está acostumbrado a ellas (un aparato crítico al que, a veces, desesperado por su poca popularidad, le da por quererse travestir con tal de ganar la simpatía de quien se deje). Sin exagerar, en varias ocasiones Smithson plantea ideas que implican reentender el Arte y el arte (no es error de dedo), como sus críticas a la metáfora biológica (que, por ende, implicaba aceptar una lógica de progreso… "¿cómo se mide el progreso en las artes y a quién le conviene?"), a las nociones humanistas en el arte (¿por qué se usan tan insistentemente términos como que el arte está muerto?, ¿cómo algo que no está vivo puede estar muriéndose?, ¿no será eso un vicio que impide abandonar ideas como expresividad y representación?) y otros asuntos más específicos, como su aversión a la idea de imagen ("los objetos son desechos del pensamiento y el lenguaje") y a la fotografía o a la mentada "inmaterialidad" en el arte (para Smithson no existía tal cosa, incluso las palabras están hechas de material, desde la manera de entenderlas como tal, no en su formato final de exhibición). También, valga decir, deja muy en claro el concepto de lugar y no-lugar, una de esas ideas que nos suelen llegar mascadas por un teléfono muy, muy, muy, muy descompuesto.

El Collected writings, pues, contiene muchas ideas sensacionales, pero esas ideas a menudo están contenidas en textos algo asfixiantes que, en general, hacen un libro que debería tener un manual de uso. Un servidor pasó leyéndolo todo el año, y hay partes que cuestan algo de trabajo por el ánimo con que Smithson trata a sus textos que de plano me hacían pensar que jamás iba a terminar. Aquellos textos libres, casi de creación, especialmente los que acompañan a sus piezas o sirven de marco para entenderlas (como los que relatan sus viajes por Yucatán o sus exploraciones quasi-arqueológicas por Passaic) son muy flexibles, pero suelen ser los más inmisericordes con el lector, y le exigen montarse en el carro en que va Smithson y adoptar su ánimo, lo que puede costar algo de tiempo.

Recomiendo particularmente empezar con la última parte, con la de textos no publicados, que es donde expone algunas de sus ideas más radicales pero lo hace de manera más fresca. Después de ahí, las entrevistas creo que son lo más recomendable, y al final, de sus textos publicados, recomiendo empezar con las notas simples sobre otros artistas o temas (su análisis sobre las esculturas de plexiglás de Donald Judd es precioso) y dejar para el final aquellos textos sobre su propia obra y/o que toman un tono como de narración (como los mencionados de Yucatán o Passaic) y aquellos textos publicados en revistas de arte (especialmente los que el libro incluye con su diseño editorial original, esos, por alguna razón, suelen ser los más cansados). Es decir, ir más o menos en el orden contrario del libro.




Please pay attention please: Bruce Nauman's words. Writings and interviews (2002)

Soy de la idea repetida hasta el grado del ya chole que los únicos libros de arte que valen la pena son los escritos por los propios artistas, no importa si están en formatos extraños, con una poesía difícil de cachar, si son escuetos y poco comunicativos o si son simples y casuales, por no decir campechanos. Éste de Nauman, afortunadamente, cae en esta última categoría, y digo que afortunadamente porque es un libro cuyas ideas son profundas pero tienen que asimilarse más que entenderse (nunca me ha encantado el verbo entender) y la manera simple de describirlas parece caerles mucho mejor que tratando de convertirlas en algo más complejo de lo que son.

Según leí, Nauman no suele dar entrevistas ni mucho menos conferencias, y aunque en las pocas que hay responde siempre generosamente, no suele tratar de aprovechar para completar los datos que faltan (si es que faltan, como cuando tiene que aclarar que el modelo usado para From hand to mouth no es su propio cuerpo, pues habría sido dificilísimo) o las ideas que podrían generar más narrativa alrededor de sus piezas. Si en sus entrevistas le preguntan sobre sus años en la universidad, eso responde, si le preguntan sobre el proceso técnico de una litografía lo describe paso por paso, pero nada más, no suele extenderse a otras ideas que se disparan como sin querer. Aunque suene parco, en realidad esta precisión para relatar los hechos es muy útil, porque al leerlo uno está apreciando las obras en el tono en que fueron hechas. Nauman olvida algunos datos y lo hace sin tapujos, dice "no sé", "no me acuerdo", lo que trae una imagen del artista más natural y a la mano, y eso incluye enterarse de momentos o situaciones por las que pasa un artista que no siempre son compartidas. Por ejemplo, hay una parte muy bella en la que menciona que en las retrospectivas suelen incluir algunas piezas muy tempranas con las que él ya no siente ninguna relación, e incluso menciona que si por él fuera, esas piezas ya ni son suyas, pero está bien. Cuando uno escucha su manera desenfadada y despreocupada de contar todo uno puede aterrizar en sus piezas con más claridad sabiendo que no es un rebuscado aparato el que tenía que usarse para ver sus videos o sus vaciados de yeso de los sesenta, sino un entendimiento más sensible. En otra parte comenta que tuvo un bloqueo que duró medio año, y que llegó a desesperarse al grado de pensar en que iba a tener que buscarse un trabajo "de verdad". Esta imagen del artista dispuesto a desacreditar a sus propias obras o a perder sus ideas de la noche a la mañana no parece ir mucho con la del artista que sus obras dejan ver, y eso es lo interesante del libro.

Aunque de lectura muy relajada y amigable, si he de recomendar un orden, sugeriría empezar por la segunda parte, la de las entrevistas, o empezar por el texto de la editora (que vale mucho la pena) y brincar hasta las entrevistas. Es decir, leer los textos incluidos en sus obras hasta el final. No porque sean pesados, como los de Smithson, sino porque son partes de obras, no textos sobre dichas obras, por lo que uno está teniendo sólo una parte de la experiencia, y es preferible, por lo menos, enterarse de ellas antes. El libro abarca con mucho detalle las obras de los sesenta y repasa insistentemente obras que vinieron después, como los pasillos. Las piezas con neones o los móviles, aunque se mencionan, no son tan abordadas. Para cualquiera que esté interesado en esa parte del trabajo de Nauman, el libro vale mucho la pena.




Melquiades Herrera (2014)

Hay muchas maneras de instruir al prójimo sobre algo. Sabemos que los apapachos y la voz dulzona no suelen ser muy útiles y que el rigor quasi-marcial puede ser muy exitoso, aunque con un porcentaje de error alto. La disciplina férrea y objetiva no trauma a nadie, crea un campo donde una cosa significa una cosa y no otra, hay una manera de llegar a ella y no otra, no hay margen de error, aun si eso produce comprensiones más bien chatas. Hay otra pedagogía, divertida para el que la ve desde lejos aunque a menudo complicada para el aprendiz que le espanta que le hablen al brinco, y es la de aquel que instruye con momentos de cabal descripción del problema seguidos de arranques de desesperación que no acusan frustración, sino un intento de avivar al alumno, como en algún momento llegaron a popularizar entretenimientos como House M.D. Todos hemos conocido al menos a un profesor que indica la existencia de una idea y pareciera dar a entender que es una idea muy natural de captar, pero al mismo tiempo deja en claro con sus maneras que si te atreves a suponer que te va a ser fácil digerirla vas a probar el sabor del pino de manera poco convencional (o muy, cada quién). Alguien que por momentos parece enseñarte con palabras simples, pero que en la manera como las usa también te quiere dejar en claro que estás muy lejos de saber acomodarlas tú, que habla desde un nivel humilde, pero también humildemente va a encargarse de dejar en evidencia (más que señalar) tu franca inoperancia y cortas miras. Ese profesor que prefiere un macizo "¡a ver, ya, presta, mira, es así, chintrolas… así!" antes que asentir aburrido ante tu exposición de avances, que desde el inicio te va dejando en claro que lo tienes que seguir, que está claro que sabes menos que él (por algo te está instruyendo), pero que es vital -porque forma es contenido- que adoptes ese aire de tener completo control de la situación, aunque sea poquito, aunque sea un aire prestado, para irle agarrando la manera. Una presencia así de picante y contreras aunque generosa para compartir lo que sabe, que inspira pero que también hace que tus límites vayan saliendo a flote porque nadie aprende sin rasparse tantito la choya, es la que se desprende de los textos que en vida produjo el artista mexicano Melquiades Herrera (D.F., 1949-2003).

Quien no sepa quién es Melquiades Herrera definitivamente no es aquí donde va a enterarse, pero si son lectores asiduos de este blog (aunque ya ni yo) sabrán -o por lo menos les sonará el nombre- que si hay un artista del que por muchos años he esperado (y aún espero) la gran exposición, la gran monografía, un algo donde se dé más consistentemente una muestra de su trabajo, es de Melquiades Herrera. Desde que mi profesor de educación visual en la ENAP por allá de 2003 nos hablara de él ya en calidad de cuerpo ausente (¡saludos, Nurivan!) mi curiosidad por su obra, que nos llevaba en vivo al salón de clases, me ha picado en la cabeza y jamás ha disminuido, aunque ha encontrado muy raros, escasos y a menudo poco precisos rastros suyos. Es ahí donde este libro entra, sin antecedente alguno. Aunque una buena parte de los textos de Herrera los escribió precisamente para ser publicados, la inmensa mayoría se encontraban prácticamente "perdidos" y ni por equivocación parecía que fueran a aparecer en algún lado. En ese sentido, este libro es más que preciado, es como ese regalo que ni te imaginabas que te iban a dar, no lo imaginas en tu casa, en tu librero, en tus manos, lo revisas con gesto perplejo la primera y la última vez por igual. En ese sentido celebro que por fin, más de una década después de su muerte, se hayan aventado a presentar a Herrera en sociedad en el mentado formato tabique que él mismo usaba para describir los librotes y, en ese sentido, no me puedo quitar de la cabeza la idea de que el libro pudo ser todavía mejor incluyendo más textos, más documentos, no le hace si eran sus listas del mandado o si para incluirlos había que sacrificar su elegante diseño editorial. No obstante, para quien busque una primerísima vía de entrada a la obra de Herrera, quien quiera partir de cero, se me hace que estos textos podrían ser tal vez más de lo que el mero curioso precise. Aconsejo una ojeada previa.

Lo que más me parece que caracteriza a los textos de Herrera es una total, absoluta, intencional, finamente dirigida y nada apocada malicia. Es la chispa que recorre todos sus escritos, una sensación de que si las ideas iban a correr, debían hacerlo con tirabuzón. Cuando uno lee sus textos siente como que va detrás de Herrera, él sabe que va adelante, y dejarlo en claro parece parte de la forma de dichos textos. La única persona que he visto que escriba con esa frescura que no pierde el rigor y no olvida ni por un segundo la importancia de la armonía de las palabras es Carlos Monsiváis. Esa mezcla de dominio técnico y altanería que se percibe en la manera en que va hilando sus ideas es la que hace que sea difícil perderle el paso. ¿Y cómo hacerlo? Si buscaba las situaciones más disímiles para explicar cuestiones más allá del arte visual. Herrera (y por esto es famoso) encontraba en la mercancía corriente de temporada o en los triques milenarios (fuera un cuchillo cebollero o una Última cena enmarcada y encapsulada en poliéster) una buena oportunidad para hablar de cultura, de utilidad contra estética, de arte popular y su percepción, de la necesidad de producir ideas nuevas y de acompañarlas con enjundia, jamás olvidar que las ideas están vivas (aunque la metáfora desagrade a Smithson):


"La cultura popular contemporánea emplea los brillos y los reflejos. Tengo en mis manos unas calcomanías que compré en la papelería. Representan cuatro crayones en los que figuran los  nombres de sus colores: amarillo, azul, rojo y verde. Mientras los crayones reales son opacos, éstos están impresos sobre papel metalizado. Son una metáfora de sí mismos, resaltan su condición opaca mediante el contraste del esplendor de la luz reflejada. Por eso, hay algo de verdad a la que me remiten con su brillo, no dejan de recordarme que, de manera opuesta, los verdaderos crayones son de cera.

El arte popular es interesante por sus anclajes en lo cierto, aunque a veces su apariencia no se perciba verdadera"


Una de las cosas que más me desesperaban durante mi paso por la Escuela Nacional de Artes Plásticas no era tanto la falta de ideas, sino que las pocas que nos llegaban lo hacían famélicas, mendigando para un refresco y unos Rancheritos  y, por supuesto, poquiteras de corazón. Ariscas y ladinas, pero sin los tamborazos. ¿Cómo exige uno más intensidad de algo que no conoce? (una vez lo hice, a grito pelado en plena clase, y qué vergüenza). La materia suele anteceder a la idea (quizá no en la cabeza, pero sí entre las manos, mismas por las que las ideas pueden escurrirse valiéndoles emes). Textos como estos de Herrera te encienden, te recuerdan que así como los cerillos, las ideas suelen acompañarse de un flamazo que ya dependerá de uno si se extingue o incendia un edificio. 


“El arte es finalmente la más alta de las críticas; me indigna profundamente una tradición de objeciones chuscas con sombrerazos de chacota, cuya única precisión es la defensa de la exactitud de las tortillas y el bolillo, como sustitutos de la pasión o de la inteligencia. El arte es una actitud mental”


¡Cómo me hubiera gustado enfrentarme a esto cuando era estudiante! Mi citado profesor de Educación Visual nos llevó por caminos muy cercanos a esta actitud al enseñarnos que Boccioni no se manifestaba nada más entre 4 piezas de ébano tallado y abandonado sobre el frío muro de un museo, sino en los comics, en los vulgarsísimos dibujos de baño (ahí el inquilino era Modigliani), en la televisión por cable. Esta actitud por encontrar un lente hecho con un diamante en bruto para ver el arte en prácticamente cualquier sitio me ha acompañado desde entonces. Los textos de Herrera son contagiosos en ese sentido de dejar huella, infectan a quien los consulta y muy probablemente le forzará a querer consultarlos después, no como una Biblia, porque será difícil recordar con la disciplina de un cotorro sus pasajes, pero sí con esa plasticidad que tienen ciertas ideas que logran construir con sólo ser evocadas ligeramente.




Damián Ortega. Módulos de construcción. Textos críticos (2017)

Por razones obvias, no puedo sino recomendar éste libro. Está de más decir que está bellísimo y que es la mejor y más completa vía de entrada para quien quiera conocer a Ortega, pues incluye piezas, proyectos recientes y caricaturas de los noventa. Lo encuentran en cualquier Fondo de Cultura Económica.







El programa de TV más interesante que vi en 2018



Al derecho y al Derbez (1993-1995)

Como sólo veo la tele cuando hay futbol, normalmente esta sección estaba copada por anime que ni siquiera veo en la tele, sino en la computadora, pero este año me di a la tarea de hacer algo que desde hace mucho quería hacer: ver todos los capítulos que encontrara en Youtube de Al derecho y al Derbez (más o menos unas 12 horas), el que desde la primera vez que vi he considerado el mejor programa cómico jamás producido en la historia de nuestra televisión y que nunca ha visto otro siquiera cercano a su manera de concebir sus chistes. Un garbanzo de a libra. Exageraciones aparte, creo que el humor de Al derecho y al Derbez tiene algunos aspectos casi casi experimentales para el humor televisivo de la época, y no me parece poca cosa considerando que con la entrada del nuevo milenio la televisión cómica prácticamente desapareció (al menos en su formato, que estelarizaba el horario entre las telenovelas y el noticiario de canal 2). Más que sólo divertirme cuando era un mocoso de primaria, Al derecho y al Derbez, en retrospectiva, me parece que coqueteaba con algunas prácticas que nunca me he podido quitar de la cabeza que también se pueden encontrar en ciertos artistas de los que, a mala maña, hoy tienden a llamarse contemporáneos (artistas que tienen medio siglo trabajando). ¿Cuántos de los chistes tontos que uno puede encontrar en sketches como La sala mandra o Primeros auxilios no contienen una estructura similar a la de obras de Duchamp, Nauman o Richard Prince? La intención del primero es hacer reír, y la de los segundos es generar un comentario, ambos echando mano de la malicia que normalmente acompaña a las ideas, si no mejores, por lo menos sí las más amenas.

Grosso modo, Al derecho y al Derbez podía distinguirse por sólo 2 elementos muy básicos y el primero era el uso de chistes verbales. No se trataba de albures simplones (los había, pero estaban lejos de ser el elemento principal), sino de una serie de construcciones que andaban muy sutilmente entre la bobaliconería sin gracia y construcciones cuyo mayor mérito era que se entendiera su significado, más que tener gracia en sí; eran chistes cuyo remate era que el espectador entendiera la manera tan absurda en que se había construido lo dicho.

Por ejemplo, cuando en el sketch del Niño Eugenio la maestra le pregunta a Eugenio cómo se dice nariz en inglés y él responde "No sé", o cuando le pide que diga un adverbio de negación y responde, sin pena, "no", o cuando le pide que diga un verbo en imperativo y responde "¡espéreme, espéreme!", lo que desata la risa loca es la complicidad (con las risas del fondo) de saber que se trata de una babosada. A diferencia del albur, donde las respuestas a los acertijos no suelen rebasar las 3 o 4 opciones (el universo estético de 3 orificios, "El albur a veces es confundido con el ingenio", decía Melquiades Herrera), en Al derecho y al Derbez esas opciones generalmente apuntaban a la manera (y no tanto al tema o cosa en sí) en que cada noche de viernes una palabra iba a perder su sentido para absolutamente nada más que la risotada de un chiste que sólo en ese momento podría causar algo de gracia. El grado último de esta operación, en el que incluso podría decirse que se abusaba al máximo de la flexibilidad de entender el sentido de una palabra corriente, era el Super portero. Nada tenía de gracioso decir "Se trata de un exponente periódico de circulación nacional del género de la trova cubana" con tal de evitar decir la palabra Universal para presentar a Pablo Milanesas, pero todos sabíamos que era en ese sinsentido en el que nos teníamos que subir y acatar las reglas. Un acierto de estos sketches es que normalmente solían terminarse de una manera orgánica, cuando el actor o conductor corregido hacía como que perdía los estribos y ya no estaba dispuesto a seguir con el chiste. Julio Esteban era un punto intermedio: nadie se imaginaba siquiera que acomodar palabras a la fuerza en cartas que parecían no decir nada (pero sí decían, sólo que uno estaba muy entretenido cachando los chistes para seguirle el asunto a lo que decían) podría ser tan hilarante.

Otra manera de darle sentido a oraciones que peleaban, en primer lugar, por tener algo de sentido, era apoyándose de objetos, y ese es el gran segundo elemento que caracterizó a Al derecho y al Derbez. Si el uso de palabras ya parecía lo suficientemente arriesgado para mantener a flote el espectáculo, con los objetos se le hacía una última y encarecida súplica al espectador para participar del humor. Se necesitan dos para mentir, y también para contar un chiste, y en estos casos el equipo de Gus Rodríguez y Pepe Sierra presentaban las conjunciones más tontas de objetos (o montajes) esperando que el espectador los entendiera como palabras (o viceversa) para poder participar de la risotada. Mi ejemplo favorito siempre será una cortinilla con la que regresaban de comerciales. Una mano dejaba caer algunas habas sobre un corazón de terciopelo mientras la voz de Rodríguez decía "ya regresamos, habitas en nuestro corazón". Cuando Eloy Gamenó va al supermercado a devolver todo lo que compró argumentando que no sirve o tiene indicaciones imposibles de seguir (un chiste tonto tras otro, como un shampoo con la leyenda "agítese antes de usar", que impide usarse porque para la hora del baño uno está demasiado mareado, o la inscripción "no se exponga a la luz" en un rollo fotográfico, que impide que la tía Luz se exponga al ir a la playa y no pueda subirse a la banana), si bien el chiste se remata con la carota de Derbez escenificando la situación por la que pasó al encontrarse con dichas indicaciones, es necesario que los objetos aparecieran, porque todo gira alrededor de ellos, ellos dan la pauta para tomarse sus indicaciones al pie de la letra, aunque nunca se nos indique de cual calza. Más complejo es el uso de los objetos en sketches como Primeros auxilios, donde un doctor va sacando todo tipo de cachivaches del cuerpo de una mujer recién atropellada aludiendo a partes del cuerpo o expresiones relacionadas con él. 


"Miren, ya colgó los tenis"


Bruce Nauman, Eating my words, de Eleven color photographs, 1966


Un sketch como éste, en el que una construcción ridícula sigue detrás de la otra y el espectador va metiéndose en la lógica que las conecta (y aquí ya no estamos hablando nada más de humor), me parece, no está nada lejos de los performances de Melquiades Herrera, quien incluso reconoció el ingenio de Derbez en una conferencia a principios de los noventa y menciona específicamente su uso de los objetos, aunque agrega que él prefiere a Andrés Bustamante porque la comedia del güiri güiri parte más de lo teatral. No estoy de acuerdo con Herrera. Creo que uno de los grandes aciertos de Derbez es acompañar estas construcciones estúpidas de las caras más hilarantes, entorpecer sus movimientos, poner su cara de 'what' a la menor provocación y, sobre todo, hacer uso de la repetición y la insistencia. Este elemento, manejado correctamente, daba pie a sketches sensacionales, empezando por el mencionado Eloy Gamenó, los "¡Córtale mi chavo!" del Super portero o algunos sketches abiertamente basados en el sinsentido de la repetición, como los de El Contador, un sujeto con uniceja que usaba protectores de mangas y una sumadora antigua que contaba todas las veces que un cantante decía "Guoouuo" o que un futbolista repetía la palabra "Este". Derbez usaba con una sutileza increíble la repetición, pero también ésta misma sería su ruina cuando en su siguiente proyecto, Derbez en Cuándo, decidió olvidar los juegos de palabras y los objetos y basó toda su comedia en esta repetición y en la sobreactuación. Algunos de los más recordados (y peores) personajes de Derbez vienen de esta etapa posterior, como Aaron Abasolo o Marilín Mensón. Curiosamente, un sketch aún de Al derecho y al Derbez ya daba señales de este intento por cambiar de humor. En el capítulo sobre música, un grupo de rock da una entrevista y el vocalista (un proto-Marilín Mensón) no para de ñerear y decir "ca'on", lo que cortaba mucha de la gracia de los chistes que se hacían. 



  
Volviendo a las juegos entre palabras y objetos, lo increíble de estos momentos es que era un humor que, me parece, le pedía más de lo normal al espectador. Algunos chistes eran demasiado complicados, como en el capítulo de futbol, cuando la figura de Eugenio Derbez flota sobre el estadio Azteca y el Perro Bermúdez comenta "no podemos continuar porque Eugenio ha sido suspendido" (que es imposible no asociar con Yves Klein), o una imagen de Derbez cortada en 2 era acompañada por el comentario "Ya podemos continuar con este partido". Los escritores no decidieron incluirlas porque se desternillaran de risa, sino porque reconocían ese algo interesante que acompañaba a estas construcciones absurdas y difíciles de entender. En estos casos, mas que objetos o montajes, creo que era un humor basado en la materialización verbal (un tema que cualquier texto decente sobre Arte Conceptual de los sesenta repasaría). La forma que se obtiene de materializar lo verbal, sea en objetos o en situaciones como las que un programa de comedia permite, tal vez no provoque risa loca (como creo que estos dos no provocaban), sino que apelaban al entendimiento de la ocurrencia más que del chiste. Aunque no lo parezca, ese mecanismo mental es el mismo que da forma a obras de los sesenta, desde "Various small fires and milk" de Ruscha o piezas que iban más allá de lo meramente verbal e implicaban un proceso, como "A line made by walking" de Long

Corner 4, el automóvil con la mejor defensa (al Piojo Herrera siempre le gustaron los reflectores)

Estas son sólo algunas características muy básicas de Al derecho y al Derbez, pero no quiere decir que se trató de un programa férreamente apegado a estos principios. Tuvo altas y bajas como cualquier programa de televisión. Así como hubo momentos donde se veía que una idea no había cuajado, como en el citado sketch de la banda de rock, hubo otros momentos en los que por tratar de usar un formato genérico todo el capítulo se fue a pique, como el de cine mexicano, donde se olvida el formato de sketches y se hace una especie de homenaje a Pedro Infante y se parodia a las películas charras, mientras que otros capítulos que giraban alrededor de una sola historia salían particularmente bien (como la extraña -por fea- parodia a los Thunderbirds, que vale bastante la pena). Igualmente, otros momentos se salían del molde y se veía que alguien había intentado probar otras maneras de dar gracia, como el infame sketch del trio Muchas grasas, definitivamente de los mejores de todo el programa, en el que a falta de objetos y de tiempo para que un juego de palabras cuajara (porque se encontraban cantando), recurren a la pura actuación, improvisación y casi casi a la comedia física (¡tendrían que haber creado más series de sketches con el guitarrista, era sensacional!).

"Mi pobre corazón está sufriendo sin su marcapasos"

Por todas estas cosas, Al derecho y al Derbez fue el mejor programa de TV que vi en este 2018.







El cómic más interesante que leí en 2018



Junji Ito, 1998-2000

Quién sabe cómo fue que éste cómic y el mejor que leí el año pasado, I am a HERO (una maravilla, más de 3300 páginas que desearías no acabaran nunca), terminaron siendo cómics "de terror" (nunca me ha parecido que en comics esa categoría aplique, el terror requiere tiempo). No me gusta el género, me parece, en el mejor de los casos, risible, pero creo que vale la pena comentarlo porque me pareció que si en algún lugar se construye el terror es precisamente en la increíble precisión con que está dibujado. No sé cual sea la norma en cómics de terror, si es el empleo de escenas oscuras, de un dibujo muy expresivo o dinámico o representaciones exageradamente "gráficas", pero en el caso de Uzumaki esa sensación de algo desconocido, aterrador, creo que radica en que no hay una línea de más, en que todo está dibujado como se vería una abominación en la vida real, con el horror que produce algo desconocido, pero también con esa sensación tan incómoda de notar que está hecho de la misma materia que uno. En Uzumaki los fenómenos que ocurren alrededor de los protagonistas están dibujados con la misma precisión que los árboles y las rocas, y si se trata de algo que no existe en el mundo y necesita ser dibujado, se hace de la manera más sobria y práctica posible. No hay un uso desmedido de texturas para los fondos ni representaciones hiperrealistas de paisajes (eso sí lo había en I am a HERO, aunque ahí es necesario por tratarse de un entorno urbano), sino un dibujo lento, dedicado, que antes de centrarse en ser demasiado gráfico o en echar mano de un realismo mórbido (el primer motivo por el que los cómics de terror me suelen parecer infantiles) obedece, en primer lugar, a un motivo abstracto como motivo del terror a lo largo de los 3 volúmenes: la espiral.


Sin revelar demasiado de la historia, Uzumaki trata acerca de un pueblo que se ve sorprendido por diversos sucesos extraños que tienen como única característica en común la manifestación de espirales. A partir de que este recurso se revela el cómic se vuelve un popurrí de soluciones gráficas para mantener fresca la idea de la espiral como un elemento siniestro… ¡y cómo lo logra! Capítulo tras capítulo, el silencio de la espiral como motivo "abstracto", o la idea de algo cíclico o infinito permea todo lo que pasa, cualquier cosa es susceptible de verse "infectada" por la espiral. En vez de un animal extraño, un espíritu o una entidad desconocida, la causa del terror es una forma. Ahí está el mayor mérito de Uzumaki, en lograr teñir de un miedo imposible de detectar a un elemento gráfico. Cuando uno lo lee resulta increíble cómo en cada página la amenaza de la espiral parece estar a punto de hacerse presente en prácticamente cualquier cosa, o cómo la trama va a -literalmente- enredándose para poder dar pie a que la espiral, como concepto, se manifieste.


La trama no es plana, no se mantiene repitiéndose como una consecución de espirales hasta el final. La idea va abriéndose, se hace más grande y modifica todo a su paso, al grado que cada vez se vuelve más abstracta e imposible de predecir. Eso, aunado a que las expresiones de los personajes siempre son terrenas, siempre se mantienen reales, como las de alguien que trata de mantenerse cuerdo ante un mundo que cada vez se vuelve más y más imposible, hace que el cómic siempre se mantenga creíble, que siempre cree el espacio necesario para que la historia se desarrolle. Al mismo tiempo, esa serenidad de algunos personajes que parecen completamente adaptados a que la espiral aparezca en las situaciones más extrañas permite una cierta elegancia, posiblemente porque da un retrato de una vida real manteniéndose ecuánime ante lo insólito, y la manera de generar eso es a través de un dibujo compacto, contenido (es la primera palabra en que uno piensa al ver cómo Ito dibuja las reacciones de espanto y descrédito de los personajes, no hay expresiones desaforadas, a pesar de lo grotesco de tantas escenas no hay un sólo dibujo expresivo en sí mismo, todo está contenido).









El top musical de 2018

Con excepción de la contemporánea, el noise, la electrónica y similares, nunca he sabido escribir de música, ni siquiera para los vaguísimos fines de un blog como este, que jamás reseñó un disco (ni siquiera Bad Timing o Eureka), además, si una cosa nos ha enseñado internet (y el compartir cualquier cosa, en realidad) es que nada te agarra si no lo agarras tú. Puedes tallarle la cara a alguien con un ejemplar de Dublineses pero eso no garantiza que se le enchine la piel como se te enchinó a ti cuando leíste el último capítulo, Los muertos. ¿Han notado que ya prácticamente nadie tuitea canciones en videos de Youtube? Corrijo: no prácticamente. NADIE. Si internet fuera un buffet, digamos que antes era una tiendita de barrio, con opciones corrientes, nada espectaculares, pero eficiente… ahora todo es tofu… o nuggets de pollo del Soriana, todo es una plataforma para memes cualesquiera. Por ahí hay una parte en Microserfs donde Abe le cuenta a Dan que existe un pescado criado en una especie de ambiente en un estado de neutralidad pura, lo que provoca que su carne se vuelva una masa blanca, blanda, sin sabor en sí, pero capaz de reaccionar favorablemente al condimento que se le ponga. Imagínate comer eso con los ojos… pues se llama Netflix.


DESINSTÁLALO

MIENTRAS

PUEDAS


En fin. Regresando al tema de la música, en los tiempos de los blogs, la canción en un video incrustado en los posts era el rey (al grado que muy rápido desbancó al texto, muchos blogs se volvieron pantallas planas). No sé ni tengo muchos elementos para saber si alguien logró forjar su educación sentimental (o por lo menos ejercer un mero gusto estético) a partir de pantallas que alentaban la carga de la página volviéndola un infierno, pero aun si sí los hubo, me cuesta trabajo que en pleno 2019 haya quienes, además del infinito sacrificio que implica leer un blog (gracias, si ya vas hasta acá) cedan a la recomendación musical. ¿Has visto los ojos de alguien a quien le están atacando con la recomendación de un disco? Si quien lo está recomendando eres tú, seguramente no, porque estarías concentrado únicamente en sus mejores partes. Yo, rara, rarísima vez recomiendo discos. A veces los quemo, pero no los recomiendo

Así las cosas, en vez de enlistar discos (que de por sí escuché muy pocos por estar escuchando canciones sueltas), este año preferí esconder las canciones que más obsesivamente escuché de enero a diciembre en mini-íconos. Una cosa sí prometo, a menos que quien lea esto tenga un gusto, de plano, antipático con el de este blog mugroso, cada canción es un trancazo. Quien tenga la curiosidad para darle click a una que otra o a todas, se ganará todo mi cariño y mi admiración a su curiosidad (me avisa cómo le fue).



                   

                    

                    

                    

                    

                    








La serie de anime más interesante que vi en 2018



Hyouka, 2012

Se supone que la sección de tele estaba copada por anime, y como este año ya hubo tele, no habría anime, pero bueno…

Como de costumbre, el motivo por el que me terminé interesando en Hyouka no fue una recomendación ni mucho menos, sino una imagen al azar que me cayó quién sabe de dónde, específicamente esta:


Una comparación de las paletas usadas en distintas animaciones de Kyoani. Ya antes había visto por ahí stills de Hyouka, y aunque me había llamado la atención el diseño bellísimo de los personajes, me asfixiaba un poco precisamente la oscuridad de la mayoría de las escenas que veía y, al mismo tiempo, reconocía que era una paleta elegante. Ahí fue donde me dio curiosidad saber qué tipo de historia podía construirse en una atmósfera tan cálida, donde casi siempre parecen ser las 5PM (es la hora con la luz del sol más bella de todo el día, vayan a la ventana o suban a la azotea y compruébenlo).


Leer previamente que Hyouka se trataba de un grupo de adolescentes que solucionaban misterios no me asustó (tanto), y aunque al principio la serie no da señales particularmente claras de hacia dónde va a dirigirse, una cosa sí noté de inmediato: ese tono cálido, que por momentos oprime y en otros (cuando uno, como espectador, ya se ha relajado más) libera, es precisamente lo que logra mantener la serie en un estado flotante muy agradable. Hyouka no es una serie que se deje venir con todo desde el primer momento, como K-On!, tarda 2 o 3 capítulos antes de que su verdadero tono se empiece a dejar ver, y mientras eso pasa uno se va acostumbrando a una historia que aunque en sí parecería algo plana (resolver un misterio tras otro… como Scooby-doo), lo que la desenvuelve y guía más bien es ese tono indeterminado de que algo está a punto de suceder y en el ínterin predomina una calma que nadie tiene prisa por abandonar. Si algo hay que comentar respecto al hecho de que se trata de una serie de misterios, sería que la elección de crear dicha atmósfera por medio de una calidez que complique anticipar la tensión que implicará resolverlos, más que explotarlos en su oscuridad o exagerar su seriedad (¿cuánta seriedad podrían tener los misterios que rodean a un grupo de adolescentes?), me parece novedosa. Hace que se lea al suspenso más como algo que apela a la curiosidad que al desenlace dramático. Al final, las tensiones entre los personajes son lo que realmente corre detrás, y ese ligero y amigable ambiente de suspenso sólo vuelve más deseable su posible desenlace.


Más enigmática que la manera de correr la historia con la atmósfera y con la manera en que los personajes van desenvolviéndose resulta que la banda sonora es la más 'contenida' que recuerde. Por momentos trata a las escenas con seriedad, como la trama de misterio que técnicamente es (piezas hondas, lentas, y más de una pieza de música clásica incluida), pero eso no le impide, por momentos, cambiar a música francamente alegre. Hay una alegría contenida (que supongo representa a Eru, la protagonista) mezclada 50%-50% con una atmósfera de hastío (que definitivamente representa a Oreki, su contraparte masculino). Aun cuando ciertos temas son abiertamente para una historia de suspenso, si alguien escuchara el soundtrack de Hyouka difícilmente podría adivinar de qué trata en términos generales (como creo que sí podría hacerse con las bandas sonoras de K-On! o Nichijou).


Un aspecto sensacional de Hyouka es la coexistencia de la realidad y los pensamientos de los personajes, especialmente los de Oreki, quien todo el tiempo está pensando en una voz en off, haciéndose comentarios sobre prácticamente todo a su alrededor. Una cosa que me gusta particularmente del manga (no del de Hyouka, que desconozco, sino del manga en general) es que los pensamientos de los personajes suelen tener un peso que debe alternar con los pesos de otras cosas más reales. Si un personaje se encuentra con cualquier situación que implique una reacción, difícilmente se expresará sólo con una expresión facial, sino que suele acompañarse de algún comentario para sí mismo. Este círculo, como de una nota mental, crea 2 líneas para observar un mismo hecho: la del hecho en sí, ocurriendo y acarreando consecuencias reales, y la de la percepción de su receptor, que genera una línea de percepción en adelante. Así, por ejemplo, el hecho puede generar una línea narrativa, pero el personaje cuyos pensamientos pueden observarse puede desarrollar dos: la de su participación (en sus acciones respecto al hecho) y la de su percepción (lo que piensa de él). Esto, por ejemplo, pasa mucho en el manga de K-On!, donde todos los personajes se encuentran la mayor parte del tiempo haciéndose comentarios sobre las acciones de las demás, y a menudo se trata de acciones insignificantes, lo que agrega capas de humor y camaradería a la historia –más bien banal– que transcurre, lo que crea un ambiente entrañable y ágil, donde pasa muy poco pero hay muchas reacciones al respecto. Esta característica pobremente explicada (juro que lo intenté) podría parecer redundante o, en el mejor de los casos, accesoria, pero en realidad es una cualidad interesante, porque no sólo representa un vistazo a la mente del personaje en cuestión, sino que matiza todo lo que ocurre con distintas perspectivas. Al traducir eso a una animación lo que se logró fue que todo, desde pensamiento en off hasta múltiples flashbacks y volver a observar situaciones desde perspectivas que no habían estado disponibles, juegue en la ecuación general que resuelve la historia. No obstante, la que quizá sea la más importante de estas perspectivas son las animaciones con las que los personajes suponen o imaginan hechos, un tipo de estética más bien infantil o juguetona que (creo) leí que estaba hecha de ese modo porque, a pesar de tratarse de investigaciones serias sobre misterios, al ser formuladas por adolescentes no podían evitar ser así, si no en su estética, sí por lo menos en sus ideas, y de algún modo tenía que dársele forma a ello (siempre, siempre se trata de dar forma).


Así, Hyouka juega mucho con sus tonos cálidos, sus atmósferas relativamente de suspenso pero también de calma, sus muchas perspectivas añadiéndose para volver más y más compleja la resolución de la historia y, finalmente, una animación y diseño de personajes y fondos increíbles. No obstante, con sólo 22 capítulos y cubriendo apenas los primeros 4 volúmenes de 6 novelas que continúan escribiéndose (las recomiendo), Hyouka, obviamente, se siente inconclusa. Aun así, con todo y esa sensación de algo que no se resuelve por completo (algo que no ocurre al ver, por ejemplo, Hibike! Euphonium, donde uno casi casi ruega por saber cómo va a cerrarse la historia), o quizá precisamente por ese aspecto no resuelto y ese carácter flotante, Hoyuka vale mucho la pena.








Las películas más interesantes que vi en 2018



Naomi Kawase

Embracing, 1992
Kya ka ra ba a, 2001
Hanezu, 2011
Hikari, 2017

Como la mayoría de las cosas que consumo en mi vida, suelo llegar a ellas por el más ínfimo detalle que me haya tocado ver en algún lugar por pura chiripa, así sea un still, un par de segundos de video o una imagen subida en alguna página basura de Facebook. Decidí estudiar japonés cuando me dio curiosidad saber qué decían los letreros que veía en las calles de Tokyo que salían en Google Street View, comencé a ver K-On! y Hibike! Euphonium porque luego de ver stills por ahí me llamaba mucho la atención que siempre me atrapaba lo exageradamente bellos que eran, las imágenes siempre se me quedaban adheridas a la retina (así empezó mi penoso camino al anime, por motivos meramente estéticos), y muchos de los discos que escucho llegaron a mi iTunes luego de que alguien los mencionara en un artículo de otro músico o cualquier cosa.

Embracing

Descubrir a Naomi Kawase fue todavía más azaroso. En algún momento, buscando algún sitio pirata donde pudiera ver Still Walking, de Hirokazu Koreeda (la cual quise ver porque un still en google me pareció interesante) me terminé encontrando con otra película sobre otra familia en otras montañas con otros problemas por resolver, Moe no suzaku de 1997, y la terminé viendo sin reparar mucho en ella. Un par de años después, por el logaritmo de Youtube, me encontré con Shara, de 2003 (donde ella misma actúa), y me empezaron a aparecer otras películas suyas y cuando me di cuenta las estaba devorando, a veces más de una al día. Nunca había visto un cine tan fresco, tan novedoso, tan dispuesto a ceder a la belleza sin miramientos y sin arrepentimientos pero, al mismo tiempo, sin ceder un ápice a la prueba de resistencia que ver una película significa.

Katatsumori

Embracing es un documental sobre el padre ausente de Kawase. Sobre tomas que bien podrían ser fotos fijas se escuchan llamadas telefónicas tratando de localizarlo en cada una de las casas en las que ha vivido desde que ella nació. Las llamadas se extienden y comienzan a generar espacio, el sonido detrás de las imágenes se convierten en movimiento, lo que antes se estaba rastreando con la voz ahora se busca en persona (nota aquí: en el final de Microserfs, Coupland dice que al llamar por teléfono desde una habitación a oscuras a una persona a varios kilómetros de distancia uno entiende finalmente que la única presencia de uno es la voz, que la voz contiene todo lo que somos). 9 años después, en Kya ka ra ba a Kawase trata de cerrar ese ciclo. En paralelo, Katatsumori es una especie de retrato fílmico de su abuela, quien la crió desde pequeña, y contiene algunas de las escenas más entrañables que haya visto en cine (como la escena donde acaricia a su abuela a través del cristal), escenas que te ponen a pensar si el cine de verdad puede quedarse sólo en la superficie de la imagen, en ese estado casi líquido que uno suele asociar con el filme, o si en realidad la película se está proyectando hacia quien la ve y no hacia una pantalla. La que bien podría resultar la culminación de ambas historias (la búsqueda de un padre y el reconocimiento a su abuela), creo, es Tarachime, de 2006

Kya ka ra ba a

Moe no suzaku, la primera película suya que vi y que no me arrastró particularmente a más (y hoy entiendo por qué, no es una película que funcione así), es su primer largometraje de ficción, y de algún modo resume bastante bien todos los que le habrían de seguir: historias sumamente sutiles, donde es complicado señalar una trama en sí, plagadas de escenas lentas como sus documentales, sin giros narrativos repentinos sino, por el contrario, desarrollos alargados y repuntados sobre una situación que se ha desenvuelto bajo sus propias reglas y generado una tensión particular.

Hanezu

Hanezu, de 2011 me sorprendió por la manera de cerrarse, y la brutal Mogari no mori por cómo la atmósfera se va volviendo cada vez más y más envolvente: comienza con una historia sin mucho futuro, sin mucho trasfondo, hasta el punto en que uno está prácticamente dentro de ella. Al verla uno puede sentir el frío y no puede evitar agachar ligeramente la cabeza al escuchar la lluvia. No sé cómo se haga eso, pero antes de Kawase nunca lo había visto.

Mogari no mori

Una cosa sensacional que descubrí es que para ella, hacer Embracing resolvía un aspecto de vida, no un aspecto cinematográfico. En esta master class que Kawase dio en la Cineteca en 2011 comenta que ella necesitaba encontrar a su padre para saber si él reconocía su existencia. Mientras veía Embracing (y más cuando en Kya ka ra ba a uno descubre que fue criada por su abuela) sentía angustia de que buscara a alguien que no la buscaba a ella, e incluso hay una escena donde su abuela le reclama que busque a alguien a quien jamás le ha importado. Ni apostando me hubiera esperado que el motor de hacer un documental fuera algo así, resolver algo contenido cuya culminación no tenía por qué ser dramática ni crítica ni emotiva, nada. Lo que le daba dirección y fuerza a toda la decisión cinematográfica de hacer este documental era alcanzar un reconocimiento, saber que alguien dice "muy bien, reconozco que existes".

Hikari

Hikari, acá más conocida como Radiance es la historia de un fotógrafo que está quedándose ciego y una mujer que se dedica a narrar películas para ciegos. De nuevo, dos decisiones narrativas tan simples como una visión que se está perdiendo y, por el otro lado, todas las tensiones y pesos que pueden existir en la descripción puntillosa de algo, son capaces de desenvolver toda la película hasta grados que no puedo describir como quisiera porque no me sé más adjetivos.



Sion Sono

Hiso hiso boshi, 2015
Antiporno, 2016

Love exposure

La única razón por la que decidí ver Love exposure fue porque vi que alguien la subió a Youtube hace poco. Ni sus 236 minutos de duración ni su tema (la historia de un católico luego de elegir el camino del pecado) me asustaban, pero siempre que veo la lista de películas de Sion Sono no llego a la mitad antes de quitarle los ojos de encima en franca desesperación. ¿Cómo puede alguien ser tan prolífico? Hace un par de años, de nueva cuenta por los motivos más bobalicones (un tuit de una cantante de jpop citando un diálogo) conocí a Sono por Noriko's dinner table, que a pesar de ser  s o b e r b i a  y una de las películas que más me han sacudido, no era competencia ante la que ya no sé si es mi favorita de Sono: Utsushimi, una extraña mezcla entre documental y ficción que no le interesa hacer sentido o mantener la unidad y que me recordaba ligeramente a No other posibility de Negativland en el sentido de que ambas mezclaban distintos tipos de montajes y narrativas a diestra y siniestra y en la confusión y en lo exhaustivo de verlas lograban mover algo que ni siquiera me logro imaginar cómo se planea. ¿Cómo proyectas una idea cuya meta es que se cruce entre sí y que, en los huecos que deja sin resolver, sea precisamente ahí donde se afianza mejor? Me parecía que quien hiciera una película así tenía una especie de sentido que lograba ver más allá del guión, más allá de la noción normal de una idea en cine, con su principio y su fin, que podía ver algunos metros más adelante de lo que lograba ver la mayoría.

No tenía ni idea. A menos de una hora de empezar a ver Love exposure (ahí hice una pausa para ir a comer) ya sabía que estaba viendo una película a la que ya nadie se iba a atrever a calzar, que nadie iba a pretender calificar, describir o medir de la manera que fuera. Nunca había usado el adjetivo "grandioso" para algo, ni siquiera para Trash Humpers o Julien Donkey Boy de Korine, que me parecen estar también "más allá", pero esta vez ningún otro adjetivo me parecía hacerle justicia. Love exposure es grandiosa, y tendríamos que agradecer que Sono trate al espectador como lo trata con sus ridículos retruécanos y sus historias imposibles de creer que pareciera retarle a repensar lo que uno cree saber de lo que significa "ver una película". Con cada parte de Love exposure más absurda que la anterior, más que dudar de su veracidad o medir si tal o cual cosa es posible, pensaba que hacer eso en arte, ponerle trampas al espectador para que ante lo absurdo de lo que tiene enfrente deba asumir que dichas ideas debían ir "por otro lado", o de otro modo no le quedaba más camino por recorrer, era magnífico.

Love exposure

Según el 'detrás de cámaras', Sono cuenta que aunque sean muy caóticos, siempre disfruta hacer sus proyectos pero Love exposure fue la excepción, cada día era un suplicio. Se grabó en poco más de mes y medio, entre noviembre y diciembre de 2007. La duración original era de 6 horas y el guión se extendió hasta pasadas las 300 páginas. No es necesario tener estos datos para saber que una película así es una prueba de resistencia, pero lo que me gusta de estas cantidades exageradas de tiempo dedicadas a darle forma a una idea es que uno puede, más o menos, "repartir" eso que no se sabe con exactitud qué es entre todas sus páginas y sus horas y sus días. Digamos: "no puedo imaginar cómo surgió esta escena, pero quizá si divido todas las ideas entre 300 páginas, tal vez a esta idea le toquen unas, no sé, 15 páginas", y entonces uno cae en cuenta que no se trata de una narrativa pretenciosa, llena de giros, que basa su impresión en lo espectacular, sino de ideas simples desarrolladas una detrás de la otra, que parten de una instrucción que no se tiene como objetivo dividirse sin control, sino bifurcarse de la manera más natural posible y obedecer eso. O al menos pensar así varias cosas me ayuda a entender, aunque quizá no sirva con los diálogos. Así como mi sensibilidad para la poesía es casi nula (sólo me gusta un poema, Tamerlán, de Borges, y de eso a captarlo en su justa manera, no sé…), la manera en que procesaba los diálogos de Love exposure me dejaba perplejo. Era capaz de entender lo increíble que era plantear alguna situación con esas líneas, qué podría seguir, pero ni por equivocación me imaginaba cómo podía llegar uno a escribir así. Con Noriko's dinner table o Utsushimi pensaba que Sono era un sujeto muy inteligente. Con Love exposure yo mismo me sentía un poco estúpido por no poder siquiera concebir cómo habían nacido sus diálogos, su elección de escenas y la manera de recitarse (¿cómo diantre se le ocurrió hacer así la escena de Corintios?).

Antiporno

Aún tengo varias películas de Sono en mi lista de Ver más tarde de Youtube, pero dos más valen mucho la pena. Antiporno es un ejercicio de estilo desvergonzado que a muchos seguramente les recordará a Kubrick. Esa sensación de "este cuate hace lo que se le da la gana, si el estilo en el que quiere que el espectador sea sumergido no existe, él lo va a hacer ahí mismo, y él va a decidir cuándo será suficiente" que uno experimentaba en Naranja Mecánica (especialmente en las escenas en el bar Korova) es la regla en Antiporno, sólo que para cuando uno cree que ya se ha logrado aclimatar a su atmósfera los saltos se dejan venir y le vuelven a decir al espectador "jódete, no va a ser como tú quieras, todavía tienes que adaptarte a esto". Del otro lado del espectro, la preciosérrima Hiso hiso boshi es otra de esas películas lentas, donde casi no pasa nada, sin cambios abruptos e incluso uno podría ir adivinando lo que va a pasar, como una fábula infantil.

Hiso hiso boshi



The Sion Sono, Arata Oshima, 2016

Grabada aproximadamente durante los años en que se hacían estas últimas dos, The Sion Sono es un documental sobre Sono mientras trabaja, discute algunos aspectos de sus películas y prepara una exposición en la que se recuperan algunos de los motivos más interesantes de obras anteriores: la réplica de la estatua de Hachiko que la protagonista arrastra en Utsushimi o las mantas con poemas/consignas que lleva por la calle con Tokyo Gagaga en 1994 (y que pueden verse en el documental Otaku, pero que sólo está disponible sin subtítulos, con doblaje encimado en francés :-/). Cuando Sono tiene la cámara enfrente no tiene el menor reparo en abrir la boca de más, acepta los halagos y cuando habla lo hace a mansalva, como alguien que educa otro a punta de golpes, la mayor parte de lo que dice se me quedó grabado como fierro ardiente. En una de las entrevistas, su esposa rompe en llanto cuando recuerda cómo la dirigía en una de sus películas, cómo le exigía actuar de cierto modo (en el 'Detrás de cámaras' de Love exposure puede verse cómo lo hace con su actriz principal, a la que le pregunta si es lo mejor que puede hacer). Pocas cosas como las que discute mientras prepara las pinturas que presentaría en Watarium o con su antiguo productor de los 90's me han sacudido tanto, creo que menos de una semana después ya la estaba viendo otra vez para apuntar cosas. Alguien alguna vez me dijo, o escuché por ahí al aire, que no entendía por qué los artistas creían que podían hacer otra cosa aparte de hacer arte, refiriéndose a escribir sobre arte, a discutirlo y crear el aparato que se requiere para abrir la peliaguda conversación que hablar de arte implica. Para mí funciona al revés. ¿Cómo alguien que no produce arte cree que puede inmiscuirse en otro asunto que no sea consumirlo? Salvo por alguna investigación que pertenezca a un marco estrictamente académico, no recuerdo un texto sobre arte particularmente relevante escrito por alguien que no sea artista, una idea puesta en papel que de verdad lidie con esa masa espesa que significa hacer arte, que mancha las manos y hace que te duelan, que no es curiosa ni simpática, que no puede esperar y que rara vez busca las condiciones más cómodas para desarrolarse: una discusión de verdad, y escuchar la manera en que Sono ordena sus ideas aquí (e imaginar las bobas maneras en que alguien más podría hablar de él, como ahora mismo hago tratando de compartirlo con quien ya haya llegado hasta acá) lo deja muy en claro.

The Sion Sono

Otras películas que vi este año que valen mucho la pena pero que prefiero dejar al margen: esta de Shinji Somai (sí, el mismo de Moving), esta, y estas dos de Koreeda (o sea, esta y esta).







La mejor exposición que vi en 2018



Pasaje al futuro: Arte de una nueva generación en Japón
Plaza Loreto (sí, Plaza Loreto), febrero-marzo 2018

Organizada por la Japan Foundation y traída a México por la embajada de Japón de nuestro país, esta exposición tenía una característica increíble: ha viajado por alrededor de 15 años por todo el mundo mostrando a una generación que, cuando se organizó, rodeaba la treintena de años y aún podía considerarse "emergente" (odio la palabreja) y con un discurso que empezaba a amarrar (como las obras muestran). Este mismo año la expo regresó a Japón para darse por concluida y sus artistas, en su mayoría, son artistas sólidos y/o consumados. Lo que de verdad me fascinó de esta expo fue que logró capturar ese olor a algo nuevo que se estaba cocinando en su momento y que, aunque hayan pasado los años, no deja de oler a nuevo, esa sensación de que lo que se estaba entreviendo en estos artistas en su momento logró resistir a los años y conservar ese asombro a pesar de las novedades técnicas y discursivas que han aparecido y desaparecido en el arte de esos tres lustros. Curioso que la exposición tenga por título "Pasaje al futuro" con obras de hace tantos años y, sorpresivamente, sea precisamente esa sensación de futuro lo que logró. Ignoro si desde el principio se sabía que la expo itineraría tanto tiempo, si iría por el mundo cargando el peso de la palabra "futuro", pero si fue el caso, ¡qué arrestos para embarcarse en un ejercicio curatorial que tuviera al paso del tiempo-arte (que no es el mismo tiempo que el tiempo-mundo, el tiempo-sociedad o el tiempo-tecnología) como protagonista!

Para hablar más sobre esa sensación de un tiempo citado y vivo al mismo tiempo, valga decir que la expo es un abanico de medios muy afortunado. Del lado de la pintura, hay dos facciones muy claras de esos tiempos. Por un lado, las obras de Nobuyuki Takahashi claramente recuerdan ese desdibujamiento que caracterizó los inicios del siglo (y que en mi muy particular caso, asocio con L.Tuymans o W.Sasnal). Sus cuadros juegan con lo que no se define claramente, pero también contienen la malicia y la belleza de lo ornamental que ha decidido reflexionar sobre sí mismo y que, en el caso de algo eminentemente japonés, termina traduciéndose en pinturas sumamente bellas y enigmáticas. Por el otro lado, las pinturas de Atsushi Fukui podrían parecer estar más cerca de la ilustración, especialmente si sólo se les ha visto en una fotografía, pero estar frente a ellas representa toda una clase de cómo resolver visualmente un problema peliagudo que, por mucho que lo suela parecer en el papel, no se resuelve discursiva o mentalmente, sino con las manos. Por supuesto, al ver piezas como estas, de 2003, es inevitable pensar en lo que sería de la idea del superflat algunos años después.

Nobuyuki Takahashi (gracias por la foto, De La O)

Atsushi Fukui (foto también de De La O)


Otras obras no suscitan la idea de futuro tan sutilmente sino que son, abiertamente, una cosa totalmente nueva, como la única escultura expuesta de Tetsuya Nakamura, Lightning, una pieza que parte de lo que Nakamura ha acuñado como "escultura veloz" y que, según el texto de sala, pareciera una máquina que se mueve con velocidad pero en realidad no tiene función alguna y está vacía, de acabados industriales pero hecha enteramente a mano. En mi muy particular caso, mi generación sólo puede pensar en una cosa al ver una pieza como esta… F-ZERO *suena la música de Mute City I*. Por tonto que pudiera parecer el asociar una escultura tan novedosa como esta con un automóvil de un videojuego, sí resulta algo interesante de la comparación: entender que arriesgarse a hacer una pieza así significa lograr darle forma a una idea enteramente mental, que funcionaba narrativamente bien como algo ficticio, y que cuando se convierte en un objeto real logra evocar algo tan extraño como fascinante. Siempre he pensado que a eso se refería Goya con "Los sueños de la razón producen monstruos". ¿No podría considerarse ése un manifiesto de la vanguardia?

Tetsuya Nakamura, Lightning

La joya de la corona fue conocer la obra de Masafumi Sanai, de quien se muestran algunas fotografías (bellérrimas todas) del fotolibro ikiteiru de 1995.



(más fotos de De La O)

Como dato post-exposición, apenas en diciembre del ya muerto 2018, se organizó una plática sobre fotolibros japoneses en la Biblioteca Vasconcelos y, sorpresivamente, llevaron libros de Sanai, entre ellos el absurdamente increíble (odio no conocer más adjetivos para describir cosas) Ginga, el humilde y divertidísimo Rarry y éste, Ikiteiru, entre otros (se supone que se donaron a la biblioteca, así que vayan a buscarlos). Gracias a esta exposición y a conocer la obra de Sanai vi de cerca por primera vez lo que los fotolibros japoneses representan, y me parece importante mencionarlo porque creo que para eso son las exposiciones, por obvio que parezca.

Una anotación extra: me enteré de esta exposición por suerte, y el lugar que la albergó ciertamente no es un espacio clave de la escena de arte de esta ciudad, sin mencionar que duró apenas un mes. Encontrar esta exposición en un cuartito frente a Cinemanía, a lado del Instituto Lupita Jones, representó una experiencia doblemente preciada, en primer lugar por lo íntimo que resultó ver estas piezas en silencio, como si quienes pudimos asistir supiéramos y estuviéramos de acuerdo en que se trataría de una especie de secreto compartido y, en segundo lugar, porque se trató de una exposición de arte contemporáneo de altos vuelos, que cualquier museo de la ciudad hubiera querido. Ojalá esa mezcla de increíble novedad, de una experiencia preciada y de dimensiones modestas pudiera darse más a menudo en esta ciudad tan hambrienta de cinismo y claxonazos.



Tokyo Before/After
Museo de las Culturas (hasta el 20 de enero 2019)

Otra exposición organizada por la Japan Foundation y traída acá por la embajada japonesa. Otra exposición con muy, muy, muy pocos reflectores, prácticamente escondida (tienes que pasar entre salas llenas de animales disecados para encontrar la sala) y que cualquier otro museo de fotografía o de arte contemporáneo ya quisiera. De todos los rincones olvidados de esta ciudad, nunca creí que iba a ser en el Museo de las Culturas, al que de niño tantas veces entré junto con mi mamá para ir al baño después de toda una tarde de caminar bajo el sol sobre la calle de El Carmen, donde vería por primera vez diez fotografías de Nobuyoshi Araki. La exposición, como el título indica, es una lectura de Tokyo en fotos de los años 30's y por fotógrafos trabajando de 2010 hasta hoy. En el catálogo mencionan algo muy bello, que es muy difícil entender a una ciudad como Tokyo, que siempre está demoliendo y construyendo algo nuevo, con tantos centros importantes que bien podrían ser ciudades pequeñas y que se resiste a tener una única identidad, y que, precisamente por eso, quizá la fotografía sea el mejor documento para tratar de entenderla, porque, por lo menos, logra captar un sólo momento, una sola de las muchas caras de la ciudad. Parecerá un cliché, pero es entender a la fotografía en su justa dimensión y alcance. Decía Naomi Kawase que "un fotógrafo es un cazador que ha elegido al tiempo como su presa".



Nobuyoshi Araki, Tombeau Tokyo, 2016


Nobuyoshi Araki, Tombeau Tokyo, 2016


Nobuyoshi Araki, Tombeau Tokyo, 2016


Además de Araki (cuyas fotos en la expo suponen entender a Tokyo como una especie de tumba donde conviven lo vivo y lo muerto), la exposición incluye obras de Daido Moriyama (una locura de pieza que logra algo que jamás había visto: hacer una imagen que, literalmente, repele la más mínima posibilidad de ponerle los ojos encima), Shinya Arimoto, Motoyuki Daifu (quien recientemente publicó un libro con poemas de Michel Houellebecq), Natsumi Hayashi o Kenta Cobayashi (quien incluye una serie de impresiones de capturas de pantalla de Photoshop, fotografías obliteradas y piezas hechas para verse únicamente en una pantalla).


Daido Moriyama, Dog & mesh tights, 2018

Motoyuki Daifu, Still life, 2016

Motoyuki Daifu, Still life, 2016
(gracias por la cámara, Betancourt)

Si están leyendo esto antes del 20 de enero de éste flamante 2019, aún pueden ver la exposición. La recomiendo 100%



Cerith Wyn Evans
Museo Tamayo

(foto: RT)

¡Qué exposición más increíble fue esta! Lo que más me voló la cabeza es que en todas las piezas se aludía a un elemento ausente, aquello que no se veía, era lo que terminaba de completar la experiencia. En E.C.L.I.P.S.E. el muro de textos en neón se convierte en una división del espacio del patio del museo, y los neones de la primera sala se convierten en dibujos que se imprimen en el ojo. Para más detalle, la nota escrita por su servibar (con fotos padrísimas) que se publicó en la Gatopardo de Mayo puede consultarse aquí.



La que me decepcionó: Melquiades Herrera

A manera de resumen, creo que el tono de la discusión y el montaje perdió de vista el punto, y a manera de recuerdo, en mi nada humilde opinión la mejor exposición que me ha tocado ver que se le haya hecho a Melquiades Herrera es la que organizó la Academia de San Carlos alrededor de marzo y abril de 2004. Por la manera en que se exhibieron los objetos (más en una lógica de polvoso museo arqueológico que de una curaduría) creo que las piezas brillaron de un modo elocuente, sin necesidad de más, además de que las actividades paralelas a la exposición (mantener las puertas abiertas al público) me parecieron, en comparación, sensacionales.





















Eso es todo. Feliz 2019. Cancelen Netflix, aléjense de las bebidas azucaradas y nunca, jamás, se avergüencen de tener dos palmos de frente.


















Este post está dedicado a los articulistas/colaboradores de las secciones de arte y música de la revista ERES de finales de los 90's. En ya algunos años de ganarme la vida escribiendo de esas mismas cosas, no he encontrado a otros que traten de contagiar ese ánimo por consumir algo como ellos. Donde quiera que estén, saludos.

1 comentario:

Guillermo N. A. dijo...
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