5 ene 2018

Lo más mejor de lo menos peor del 2017





El amor que nos conduce hasta la muerte se transmite con discos y fotografías
Carlos Monsiváis




¿Recuerdas qué estabas haciendo en 1998? Al menos uno de los días.
Sea nostalgia sana o lo contrario, me gusta pensar en los años como equivalentes de otra década más divertida o, de plano, mejor. En 2011 pensé que iba a ser un gran año, como 1991, y lo fue. Si alguna persona nacida en los sesenta hace lo mismo, debe estar comparando este saliente 2017 con 1977. En aquellos tiempos aún no existía el Video Risa, pero había suficiente oferta musical como para llenar con presentaciones Siempre en Domingo cada semana. Hoy día no entiendo cómo se podía, pero sí sé cómo hoy no se puede. Imaginen escuchar tres horas de música de comerciales cada domingo

Yo, por mi parte, asocio 1997 con la estética noventera de cuando todo era color plata y azul (como el video de Eiffel 65), comerciales llenos de objetos animados en 3D que se veían falsos, pero impresionaba la fisicidad de los barrotes, platillos voladores, marquesinas y cuanta cosa plateada en 3D aparecía en la televisión.

Pienso, ahora, en 1987. Pienso en Plaza Inn y Plaza Polanco, en el extremo sur y extremo norte de la ciudad. Pienso en sus logos y detalles arquitectónicos de aluminio que se alcanzaban a ver desde la calle, en sus formas gruesas con puntas afiladas, como el logo de Banca Serfín, en la elegancia que proyectaban esos lugares y esos acabados brillantes. Pienso, también, en el ewok que perdí frente a Plaza Inn mientras veíamos pasar el maratón. ¿Cómo es que lugares tan elegantes de años tan pobres nos provocan tanta nostalgia? 

Pero ya estamos en 2018.

1998. Me acuerdo cuando salió en MTV el video de Do the evolution de Pearl Jam y muchos chavos de la prepa decían que ese grupo no sacaba videos, que estaban peleados con Ticketmaster y que el director era el que hacía Spawn.

En su momento no pudo interesarme menos, pero unos 3 años después terminé escribiendo un trabajo para la clase de Estética sobre dicho video. 

Profesor Lund, si está leyendo esto, perdóneme.

El año anterior, 1997, estuvieron de moda los tamagotchis, y recuerdo claramente llevar el mío en el bolsillo mientras íbamos a comprar juegos de Super Nintendo a Tepito, en el pasillo de la calle de Tenochtitlan (famoso por vender videojuegos y pornografía, el camino para comprar Donkey Kong Country 2 estaba sembrado de letreros de 'yoombina' y 'poppers'). De regreso, mi tamagotchi (pirata) ya era adulto, debía tener 5 o 6 días de vida, y estaba a punto de morir o ya había muerto. Podía convertirse en un tiranosaurio o un pterodáctilo, alguna vez se convirtió en un triceratops, pero nunca logré que reencarnara dos veces así. Unas calles más al sur, cerca de la plancha del Zócalo, nos regalaron volantes de una secta brasileña (¿el germen de Pare de Sufrir?) que más o menos decía -en portugués- que dicho volante era nuestro boleto de entrada al cielo. Hicimos bromas mucho tiempo con esa idea.

¿Estábamos pensando en 1998 esa tarde de 1997? Íbamos en 2do de secundaria, así que seguramente sí, aunque a juzgar por la rapidez con que todo mundo adoptó el Nintendo 64 y olvidó el SNES, yo creo que no tanto.

Otro recuerdo de 1997: estábamos viendo la tele en casa de mi tía y apareció en pantalla Fidel Velázquez, el putigenario líder sindical de la CTM y, en uno de mis acostumbrados -por entonces- accesos cómicos (no puedo creer la cantidad de chistes que me sabía siendo niño, ¿qué me pasó?), dije en voz alta: "¿todavía no se muere ese ruco?", a lo que mi primo respondió, corrigiéndome "¿¡pues que no ves que se acaba de morir!?". Esa era la razón de su aparición en la tele. 'Le atiné', pensé. No sé si eso hizo mi comentario más gracioso o lo contrario. Otro día, pero de 3 años antes, le atiné también. Estábamos sentados en pleno concreto del patio de mi primaria, que estaba atrás del Hospital 20 de Noviembre y que en más de una ocasión hizo que nos evacuaran de la escuela por amenazas de bomba (se habían puesto de moda después de lo de Oklahoma en 1994). Estábamos bajo el sol escuchando a la directora sacando numeritos al azar para regalar arcones navideños y en medio del tedio de la ceremonia escolar, sin más, le dije a la niña que me gustaba (la güerita de rancho que todo salón tiene): "vas a ver que me lo gano o me dejo de llamar Roberto".
Me lo gané.

Recuerdo también la tarde de septiembre de 1998 cuando, después de regresar de la prepa y dormir (dormía todas las tardes), desperté y descubrí que ya había oscurecido, así que prendí la tele y me encontré con Beastieography, un documental de MTV sobre Beastie Boys increíble que esperé por años que volvieran a transmitir y jamás volví a ver. Recuerdo también los días acompañando a mi mamá a Portales (una colonia a la que, sabrá Dios por qué, le guardo mucho cariño), alrededor de 1995 y recuerdo otros días de ese mismo año en que buscaba tomos de Mafalda en librerías que ya no existen hoy día. Nunca conseguí el 7 y el 8, y mi tomo 6 tiene errores de impresión. Costaban $5.

Ninguna de las cosas que vi, oí o leí en 2017 están siquiera cerca de ser tan memorables como la memoria más vaga de algo pasado veinte años antes, pero es lo que vi, oí y leí este año.





El mejor disco que escuché este 2017

Una de las cosas en las que sólo pienso cuando hago este tipo de posts una vez al año es en pensar en la música que escuchan los demás. Repito: pienso en pensar en que los demás también están escuchando algo. Hace muchos años me importaba conocer la música que otros -algunos- escuchaban, así conocí varias cosas con las que de otro modo nunca me iba a topar. Afortunadamente nunca terminé en el submundo de los que juzgan a los otros por eso, pero sí me importaba. ¿Qué se supone que haga uno en la universidad aparte de escuchar música todo el tiempo? Ya he contado mil veces de la vez que un cuate me preguntó, a media fiesta en un apacible suburbio de Ciudad Satélite, cuáles eran mis 5 bandas favoritas. La cosa es que haciendo memoria de la basura que termino escuchando año tras año, cada vez por azares más y más grandes, pienso en cómo hoy día no podría pasarme menos por la cabeza el recordatorio de que los demás que están frente a mí también escuchan música (si es que lo hacen). O, peor aun, a veces termino conociéndola, y me doy cuenta que es perfectamente palpable que nuestras selecciones musicales son cada vez más avejentadas. Hace algún tiempo estuve en un evento lleno de melómanos autoproclamados, gente que en la edad media ya estaría en su lecho de muerte pero que, en esta era aún tienen el fetiche de los discos de vinil, que escuchan a The Velvet Underground y todavía creen que pueden intentar ser DJ's en cafés de arte (¿alguien recuerda cuando ese concepto aún existía en las cafeterías del sur?). Nunca me he sentido más viejo. Se parece a eso que te cruza el estómago cuando alguien saca una guitarra en medio de una fiesta y toca esa canción de La Castañeda (no tengo idea cómo se llama, pero estoy seguro que sabes cual) que hemos vivido más de veinte años viendo a todo mundo tocar, desde la secundaria, y aún hay quien se emociona con ella. ¿No somos un poco jóvenes para apasionarnos tanto con el polvo? ¿Y con Bowie? Los fans de Bowie son lo peor. A mí sólo me gusta el Earthling.

Esta es mi selección de discos de 2017:


No recuerdo cómo llegué a este disco. Recomendaciones del logaritmo de youtube, seguramente. De entrada quizá me recordó al Oui de The sea and cake, pero en general es un disco mucho más tranquilo. El tipo de cosa que me hubiera gustado escuchar en la prepa en vez de Pearl Jam.


Cada año debe haber un disco de Akiko Yano en los mejores que oí, aun cuando éste no tiene canciones tan impresionantes como Rose Garden (aunque The girl of integrity se le acerca). Quienes no conozcan a Akiko Yano, no es mala idea empezar con Granola o Tadaima. No tiene nada que ver con el disco, pero me fascina la confianza y el brillo que tiene Yano como para salir en la portada de su disco con ropa como de ir al super, sentada en una silla frente a una pared. Cuando ves a Yano en vivo sabes que era perfectamente consciente de todo el brillo que despedía y no tenía el menor miedo a mostrárselo a todos. Había un video de ella interpretando Hard times, come again no more frente a un grupo de estudiantes sentados en el suelo frente al piano. Podía quebrarte el alma en veinte pedazos con sólo respirar entre versos, era lo máximo.



En algún momento de mi vida escuchar noise y similares era la actividad que más disfrutaba, incluso por encima de cualquier cosa relacionada con arte. Escribía sobre noise (mi primer trabajo relativamente serio) y me emocionaba saber que tal o cual músico japonés que sólo tocaba una nota de un instrumento vendría a México. En aquellos días, afortunadamente, pude ir al concierto de Boredoms (click aquí para ver un fragmento, busquen a sirako y a un servidor, absolutamente embelesados a lado del baterista en medio de la multitud), y si alguien más fue y lo recuerda, el Vision, Creation, Newsun no está nada lejos de aquella noche. Si a alguien aquí le gustó Seadrum / House of Sun y no conoce éste, inténtelo.


Hablando aún de los días de Radar y similares, recuerdo que uno de los conciertos más infames –y aun así memorables– a los que fui fue el de Melt Banana en 2008. Un amigo, emocionadísimo (saludos, Pisanty) me había hablado de ellos, y aunque efectivamente fue un concierto potentísimo, también es una de las peores bandas sobre la faz de la tierra a la hora de tocar en vivo. Sucio, desordenado, más sucio. No obstante, quienes conocimos a Melt Banana en aquellos años, los teníamos por reyes. Hasta que escuché a Midori.
Midori es una especie de cosa como punk jazz (precisamente el tipo de categoría que rezaba por que hubiera en Mix Up cuando iba cada 3er día a ver discos que jamás podría comprar). Las partes de punk son lo suficientemente potentes para recordar tiempos más pueriles, pero lo suficientemente limpias para apreciar el contrabajo. Y las partes de jazz son lo suficientemente correctas y rápidas para quedar bien con lo anteriormente descrito.



Este disco es bellísimo. Escúchenlo y ya.



Siempre he sido muy fan de las bandas sonoras, pero sobre todo de la música a la que Andy Biskin (creo que) aludió en el booklet de Dogmental como "música con sentido del humor" (aunque seguramente Zappa lo dijo antes).

Algo he encontrado en mucha música de series de anime que encontré en ese disco de Biskin. Me desviaré rápido: Dogmental es un disco que encontré en el botadero de Mix Up una tarde de 2003. En aquellos días, encontrar un disco de $19 MXN que dijera "File under: Jazz" en la etiqueta del código de barras era una pepita de oro para un estudiante sin un quinto para comprar discos de Miles Davis clasificación B60 en la escala de precios de Mix-Up. Lo compré sin pensarlo y resultó ser una joya. El disco estaba plagado de piezas muy amigables, pero ingeniosas, maliciosas. Recordé escuchar cosas similares en el Zappa de Night School o The Legend of the Golden Arches, y desde entonces es de mis discos favoritos. 

Cuando empecé a conocer algunas bandas sonoras recientemente me reencontré con este tipo de música. Piezas que son tan cómicas como curiosas como complejas, que en aquellos años de festivales de jazz en el CNA y de ver discos impagables en la sección de Clásica de Mix Up hubiera confundido con "jazz", pero que en otros momentos son tan bellas y emotivas como cualquier drama.

En este caso, como es forzoso por ser la música de una serie de anime, hay momentos abiertamente emotivos y bellos, otros ridículamente cómicos y varios más entre ambas categorías, cayendo incluso cerca de los jingles. Es un disco muy flexible, pero en general le pasa por encima sin despeinarse a cualquier disco de jazz, folk o pop firmado hoy.



También hubo un par de discos de Roger Waters (The pros and cons of hitchhicking) y Talking Heads (Speaking in tongues) que escuché mucho, pero aún no termino de agarrarles la onda como para bajarlos.





Top 10 de canciones del 2017

Esta lista está hecha sin mayor seriedad que mirar de reojo al iTunes y evitar las canciones más vergonzosas

















El mejor libro que leí en 2017


5.-Vida de Benvenuto Cellini, florentino, contada por él mismo

Este libro era uno de esos que sólo eran recomendados o apenas y comentados por uno que otro de mis profesores de la escuela de arte, lo que hizo que nunca, ni por equivocación, lo considerara mínimamente interesante, no obstante, el día que lo vi en $5 perfectamente nuevo en una de esas ferias de libros de la UNAM organizadas nada más porque sale más barato rematarlos que pagar la mudanza para quemarlos, me animé a comprarlo. Más de una década después me di cuenta que podría haberlo disfrutado muchísimo en su momento, cuando leía en voz alta fragmentos de Sin Plumas de Woody Allen en la cafetería de la escuela (una disculpa a todos aquellos a quienes les tocó escucharme recitar La puta de mensa o Si los impresionistas hubieran sido dentistas). La vida de Cellini, efectivamente, parece una novela de Woody Allen. Como dice la portada, el libro cuenta la vida de Cellini pelo a pelo, y aunque el 90% del tiempo son crónicas de viajes, encargos mal pagados y rencillas entre reyes, el libro es hilarante por el tono altanero y rebuscado de Cellini. Todo el tiempo que estaba leyendo no podía dejar de pensar en este gesto:




4.-Carlos Monsiváis, Escenas de Pudor y Liviandad

¡Qué bello es Monsiváis! Este libro cuenta varios momentos en la cultura popular del México del siglo XX, desde las postales picantes de principios de siglo hasta los conciertos de Emmanuel en el Zócalo en los ochenta. Además de lo bella que es la prosa de Monsiváis, el libro resulta particularmente interesante por los capítulos más para acá, de los setenta y ochenta, en los que describe una sociedad nueva, más enterada y olvidadiza de dónde está parada, que tenía plena confianza de armarla y convertir este terruño llamado Distrito Federal en un espacio progresista, anticuadamente moderno, y leído en pleno 2017 suena muy chistoso cómo esa sociedad habla y hace muecas muy parecidas a las de hoy. Más enternecedor aun resulta que esta sociedad del México moderno de los setenta y ochenta (que en las películas de Héctor Suárez parece tan mugroso y caótico pero brutalmente acogedor) pareciera estar más unificada, es más una sola cosa, quizá el espectro de lo que Televisa hizo en quienes crecimos entre los ochenta y noventas. No necesitábamos tanto.



3.-Anne Allison, Millennial Monsters

¡Este libro es sensacional! Cuenta la historia de algunos trancazos comerciales de Japón (desde Godzilla y Astroboy hasta los tamagotchis, Sailor Moon y Pokemon) y cómo han sido un reflejo de distintas realidades de la sociedad japonesa. Desde la idea de que Godzilla era una manera de expiar las culpas de Japón como país después de la Segunda Guerra Mundial hasta el surgimiento de otros fenómenos más conocidos como los hikikomoris y los ataques en el metro de Tokyo de 1995. Aunque por momentos es demasiado detallado y extenso, es un libro bastante entretenido que no fuerza hechos con calzador.






2.-Puros Cuentos, Historia de la historieta en México, 1934-1950

Aunque este libro lo he leído por partes varias veces, es la primera vez que lo leo en orden, de principio a fin, y la verdad me arrepiento de no haberlo hecho hasta ahora. Es una investigación increíblemente ordenada y dosificada del monstruo que era la industria de los comics en el México de la primera mitad del siglo pasado, en los que había revistas DIARIAS de monitos. El libro describe con precisión quirúrgica pero de manera muy entretenida periodos, editoriales, empresarios, artistas y características técnicas y formales de los comics mexicanos y cómo, aunque estaban por delante de otros mercados en distintos sentidos (una de mis teorías favoritas en el libro es que se estaba haciendo comic underground 20 años antes que en Estados Unidos, pero en una circulación nacional), un día se apagó.





1.-Norman Mailer, The executioner's song, 1980

Mi Cremaster favorito siempre ha sido C3, pero recuerdo el C2 como el Cremaster más sólido, el que no dura 3 horas y cuyos simbolismos son más rastreables. Aunque no completamente, sí estaba pensando un poco en esto cuando empecé a leer The executioner's song, la novela de Norman Mailer en la que Matthew Barney se inspiró para C2. Se trata de la historia de Gary Gilmore, un asesino de Utah que se hizo famoso por pedir que se cumpliera su ejecución y se dejaran de pedir extensiones a su condena. El libro (de unas 1,100 páginas +/–) es una investigación gigantesca hecha mientras el caso se resolvía que posteriormente se le dio a Mailer para que le diera forma. Por alguna razón, me gustan los textos donde el autor se limita a describir hechos, sin metáforas ni figuras (Robert Smithson señala algo similar en Entropy and the new monuments, dice que la manera en que se escribe sobre escultura minimalista no tiene sujeto, es una descripción de hechos –en el sentido de que está peleando por que la escultura sea vista así, como un hecho, sin narrativa ni representación–, y que sus antecedentes, de hecho, se encuentran en las novelas de ciencia ficción de los cincuenta). En este mismo orden de ideas, los libros de investigaciones criminales me gustan mucho también, especialmente porque, en la frialdad de los hechos, algunas situaciones que serían extraordinarias en el día a día de cualquiera son descritas como el día a día de otros. Me causa una mezcla rara entre fascinación y extrañeza que nunca he sabido explicar.



Mención especial para Miss Wyoming de Douglas Coupland. Qué porquería de libro, pareciera que lo escribió su asistente con revisiones esporádicas nada más checando la sintaxis. El libro está escrito con el puro nombre, sobrado, como si por estar plagado de adjetivos colgados débilmente a cualquier situación anodina (como Quiroga decía que no había que hacer) y referencias pop flojas, fuera suficiente. Lo verdaderamente feo de los libros abiertamente malos de Coupland (Jpod es un buen ejemplo si lo comparan con Microserfs) es eso, que se siente que los escribió con un ánimo perdonavidas, como si le estuviera haciendo un favor al mundo esbozando algunos pasajes ocurrentes.





El mejor cómic que leí este 2017



Kengo Hanazawa, I am a hero, 2009-2017

Pocas cosas en este universo detesto más que la cultura zombie. Star Wars y Harry Potter probablemente, la "cultura" Netflix y las caricaturas de Cartoon Network, definitivamente. Pero si algo tenía zombies era garantía de que jamás le prestaría ni siquiera una mirada pedante y condescendiente. Hasta que un amigo me habló maravillas de este manga y, aparte, me prestó todos los volúmenes metidos en una bolsa de una zapatería.



Ojo: si planean leer los 22 volúmenes del manga pronto, esto tiene algunos spoilers relativamente decisivos a partir de aquí –––> 

–––> I am a Hero cuenta la historia (o, mejor dicho –y eso es lo mejor del manga– apenas varias partes de ella) de una plaga mundial de zombies en el año 2009. El protagonista es un artista de comics patético, que alguna vez logró tener una publicación y desde entonces trabaja como asistente. Él mismo es consciente de su propia naturaleza, e incluso se dice a sí mismo que "si su vida fuera una historia, seguramente él no sería el protagonista".Un día el mundo cambia de la noche a la mañana y resulta ser el único sujeto con una escopeta entre miles, aunque él actúa como si el mundo siguiera su curso, pagando los servicios que consume y advirtiendo que por ley nadie más que él puede tocar siquiera su arma. A partir de ahí el manga sigue su historia y otras dos más, que se entrelazarán hacia el final.
Lo más interesante de I Am a Hero es que a diferencia de tantísimos comics y películas de zombies y demás fenómenos, donde pareciera que el objetivo es elaborar teorías sin sentido llenas de tecnicismos líricos que expliquen perfectamente por qué ocurre todo (como en las películas gringas, donde siempre hay algún científico que llega para dar una cátedra de por qué el mundo cambió), aquí la información que recibe el lector es casi casi la misma que reciben sus protagonistas. Durante todo el tiempo no hay más información que la que puede verse en las viñetas, y precisamente así acaba, con un paro en seco de toda la acción que indica que ya no va revelarse más información, más o menos como pasaría si un día se terminara el mundo (he leído varias reseñas que odian el final por estos cabos sin atar, pero para mí es precisamente lo mejor del manga). Quizá la cosa más interesante de I Am a Hero sea la idea de que los "infectados" (rara vez se usa la palabra zombie) son una cosa borrosa entre un nuevo orden humano y un fin de la especie. Más adelante en el comic comienzan a aparecer infectados con mutaciones y pronto resulta que estos fusionan sus cuerpos e incluso pueden comunicarse entre ellos a distancia (no telepáticamente, sino como parte de un mismo organismo, o al menos así prefiero verlo yo). Al final, todos se unen en una masa única que se comunica y siente en conjunto, una idea que Douglas Coupland alcanza a esbozar levemente en Generation A (curiosamente, también de 2009). El final no es justo ni conclusivo y, en la nada humilde opinión de quien escribe, no necesariamente es abierto, pero creo que es esta mezcla lo que lo hace tan bueno. Si pudiera comprar un tomo para releerlo, compraría precisamente el último.

–––>Fin de los spoilers


Por lo demás, en lo técnico y lo narrativo, I Am a Hero es soberbio. Los escenarios son groseros en su detalle, pero los personajes, afortunadamente, no, no buscan intimidar ni convertirse en poses que hablan, como suele pasar en comics de acción o suspenso, sino que mantienen un rasgo muy humano, propio de una historieta, visible en las muecas de Hideo. En lo secuencial, Hanazawa resulta ser bastante entendido de los pequeños gastos que se tienen que hacer cuando se representa un movimiento, de cómo debe dársele seguimiento al movimiento de manos u objetos simples, y más aun en las escenas de acción (la cantidad de viñetas que dibuja sólo para ilustrar cómo se carga una escopeta, cartucho por cartucho, me parece uno rasgo bellísimo). 




Vale la pena leer las +/– 2,400 páginas. Le doy un 10 redondo.


EXTRA: La película es suficientemente entretenida como para verla en Canal 5 antes de que empiece un partido del Necaxa un sábado. Fuera de eso, evítenla





La mejor película que vi en 2017

Haciendo memoria de los días en que me la pasaba yendo a las muestras y foros de la Cineteca mientras iba a la escuela, no puedo recordar cuándo fue que me hice un fan aberrante de las películas donde no pasa prácticamente nada, llenas de escenas en silencio. Recuerdo que cuando vi Le fils de los Dardenne me sentía fascinado y, al mismo tiempo, intrigado. ¿De qué se supone que trataba la película? ¿Cómo tener los arrestos para grabar una película así, como si no te importara grabar nada? Años más tarde vi, también de los Dardenne, L'enfant. Lo mismo. Algunos amigos con quienes iba al cine identificaron este patrón y pronto una recomendación mía significaba que la película estaba chafísima. Tener que ir a ver estas películas solo, entre universitarios que no apreciaban lo maravilloso que era tener una sala de cine a menos de 100 metros de su salón de clases, sólo me hundió más, por lo que aunado al recuerdo de estas películas que me dejaban lleno de dudas pero emocionado, también tengo el recuerdo de ir a verlas un fin de semana en la noche en plena Ciudad Universitaria, caminando hasta Metro Copilco o Miguel Ángel de Quevedo un domingo a las 9 PM, entre vías y pasillos sin un alma, escuchando a Yes en un discman. 

En aquellos tiempos, entre los Dardenne y Ozon, creía que estas películas inmóviles eran producto nacional francés y no fue sino hasta ahora que me di cuenta que, en realidad, dicho ritmo lento parecía ser más natural del cine japonés, del que no conocía ningún nombre excepto a Takeshi Kitano. Aunque en aquellos días era lo suficientemente ingenuo para pensar que podía reconocer al director de una película con apenas ver una o dos (era de los que se aprendían el título de las películas en su idioma original), hoy en día me cuesta mucho trabajo, por lo que lo poco que he visto en el rubro "películas japonesas donde no pasa nada" me ha llegado casi por azar, que es la única manera en que deberían llegar (en que llegan) las cosas.



Una muñeca inflable adquiere consciencia y comienza a vagar por las calles. Pese a ser una película de Koreeda (Maboroshi, Lessons from a Calf, Without memory), lo pensé mucho antes de animarme a verla tras leer la sinopsis, y más o menos hasta la mitad o primer tercio de la película lo seguía dudando. La película es interesante precisamente por esa falta de artificio o sorpresa que una situación así supondría. En vez de comenzar bajo lo fantasioso de un argumento similar y aplanar toda la historia hasta volverse, hacia el final, en un drama, Air Doll va al revés, de menos a más, y es hasta el final en que los choques entre fantasía y realidad comienzan a ocurrir. Por supuesto, se trata de una clara metáfora de la solitaria vida en una ciudad, y hacia el final de la película todos los personajes que se cruzan con la protagonista se ven reflejados en ella, en una muñeca-espejo viva. 


Una cosa que siempre me ha gustado de este tipo de planteamientos en cine es recordar que debe existir una especie de acuerdo o voluntad por creer historias (algo similar a 'Para que una mentira funcione se necesitan dos, Marge, uno que mienta y otro que crea'). No es una cosa que el espectador pueda o no hacer (también podría apagar la tele o no), sino un talante afable que pocas películas logran suscitar, una especie de guiño entre artista y espectador. Tampoco es un refinamiento técnico más posible de lograr con mejor tecnología. Ocurría mucho en las películas de terror de los ochenta, en que el televidente estaba dispuesto a asombrarse con juguetes asesinos, tomates asesinos, peluches asesinos y demás.


Los pasajeros de un camión, entre ellos dos niños, son tomados como rehenes y, durante poco más de tres horas, deben ajustar sus vidas y superar el trauma.

La película está filmada en sepia, colmada de escenas largas, con pocos diálogos y simbolismos simples pero no por eso menos contundentes. Según IMDB, Eureka es el debut de Aoyama y es emocionante ver a un cineasta debutar con una película de 3 horas en cuyas escenas confía lo suficiente para dejarlas hablar por sí mismas sin absolutamente nada más. Por ejemplo, su siguiente película, Desert Moon, conserva esta grandiosidad silente y una fotografía muy buena, pero en vez de confiar en sus escenas y dejarlas correr libres, las llena de diálogos que parecen sacados de un libro de Oscar Wilde por lo que Eureka se vuelve aun más apreciable. 



Y sí: la película se llama así por la canción de Jim O'Rourke. Curiosamente, en Desert Moon Aoyama también usa música de O'Rourke, There's hell in hello but more in goodbye, el primero de cuatro tracks del Bad Timing de 1997, el que según yo es el mejor disco instrumental jamás grabado. No obstante, aunque preciosa, la pieza no resuena del todo, se siente algo forzada. Hay días que ni las gallinas ponen.



Muy similar a Eureka en cuanto a su sinopsis (4 mujeres que realizan un viaje, buscando resolver algún aspecto pendiente de sus vidas) e incluso en su elenco (Aoi Miyazaki es la niña de Eureka), Petal Dance es otra de esas películas donde pasa poco o nada, pero a diferencia del tono sobrio, por momentos muy duro y humildemente punitivo de Eureka, el trasfondo aquí es más entrañable, de una levedad bellísima. 


Los escenarios, los diálogos, la música y el ritmo están balanceados con pinzas. La película se va desarrollando muuuy levemente detrás de un velo azul que perdura en todos los paisajes y escenas en interiores. Al final lo único que uno termina recordando de Petal dance son las escenas silenciosas, los ritmos calmos, los paneos inocentes que siempre terminan llevando al mar y su sonido que también siempre termina resonando en cada escena. Petal dance es de esas películas prácticamente imposibles de repetir, no tanto por la destreza técnica que requiere hacer una película tan sutil, sino por su ritmo, tan parecido a una respiración, que de ser repetido inevitablemente se sentiría artificioso.



Pienso en la noche frente a la computadora en que vi esta película en Youtube y se me sigue poniendo la piel chinita. Ambientada en una preparatoria femenil, Sakura no sono trata sobre los preparativos para la representación de una obra de Chejov que podría estar en peligro de cancelarse por una situación extraescolar. No me acuerdo si la sinopsis en IMDB decía algo así, pero probablemente en la película ocurre mucho menos que eso. Lo que en realidad hace a Sakura no sono sorprendente es la dirección, que pareciera no querer gastar un sólo movimiento, ni un pestañeo, si no es absolutamente necesario. Los diálogos y las escenas son increíblemente sencillas, pero cada movimiento está escenificado y conectado con el siguiente como si se tratara de una coreografía. Los saltos de atmósferas entre un salón lleno de adolescentes cuchicheando alegremente y las partes más serias, de discusiones ante profesores u ocultando secretos de las demás, sucede como una larga pero muy ligera cadena de una misma cosa que se desenvuelve con naturalidad.


La fotografía es brutal, pero se abstiene de desplantes técnicos. Sus escenas más grandiosas son amplias, inmóviles, dejan que pequeñas acciones se desarrollen aisladamente (como la escena en que todas discuten en el salón de teatro mientras comen paletas). Aunque no en lo formal, me recordó a Arca Rusa de Sokurov, filmada en una sola toma en el Armitage. Así como Sokurov debió calcular hasta el más mínimo movimiento, como si preparara un desfile de 90 minutos para el lente de la cámara más que una película escenificada para un ojo fijo, creo que Nakahara entendió un ritmo similar en la dirección, como si hubiera podido hilar cada diálogo, movimiento y edición como una larga -y calmada- respiración. ¿Cómo se hace eso?




Mejor exposición que vi en 2017


Robert Ryman en Jumex
No sé qué hicimos bien para merecer esta expo.


Ni esta





Mejor programa de televisión que vi en 2017

Ya he dicho hasta el cansancio (una vez) que desde que sepultaron a la señal analógica, gracias a la cual podía ver los documentales de la NHK que pasaban en el Once, los infomerciales del 7 y Pare de Sufrir, todos ellos transmitidos en las madrugadas, prácticamente ya no veo la TV salvo por el futbol, y eso cuando lo pasan por señal abierta. A Dios gracias, tampoco tengo Netflix (no termino de entender por qué odio tanto a Netflix). En el canal 9 pasan un programa viejo de Eugenio Derbez que no es Al derecho y al Derbez, el mejor programa en la historia de la televisión mexicana, por lo que esta sección, otra vez, es un apartado de anime.




Shirobako, P.A. Works, 2014-2015

Shirobako es un sensacional tour de force por la industria de la animación japonesa en la actualidad. La historia sigue vagamente a cinco graduadas que cubren todo el espectro de la industria (producción, doblaje, animación 3d, animación tradicional y guión) y las peripecias de un estudio por sacar adelante dos series distintas, una original y otra basada en un manga (lo que cambia las circunstancias y problemas para desarrollar la historia). Retratando las distintas labores del gremio con relativa sobriedad (sin idealizaciones románticas pero sin olvidar que se trata de una industria creativa), cada capítulo aborda algún aspecto en especial de la animación. Existe un capítulo acerca de la dificultad de una animadora por dibujar con la velocidad y calidad que el trabajo exige, otro sobre los animadores de la vieja guardia, otro sobre dibujo de fondos, otro sobre la encrucijada entre animación 3D y tradicional, otra en las complicaciones de representar expresiones y decidir cuando algo debe repetirse, así implique que varias personas hagan su trabajo de nuevo, otro sobre el cambio de carreras, y así durante 24 capítulos.



Más que el bellísimo catálogo de artes y oficios que Shirobako supone, lo que en verdad anima la historia de fondo es el vértigo de las fechas límite y la sensación de que todo el trabajo de tantas personas podría truncarse cada vez, que un producto tan grande -que difícilmente se sabe con exactitud cómo se hace- puede depender o comprometerse por una sola mano, que el trabajo creativo puede ser (siempre es) ingrato, y está encaminado a un público.



Algo muy raro y bello entre la amargura del mundo real, que no espera a nadie y puede llevarse entre sus patas los sueños de cualquiera, y la agitación efervescente pero no siempre cómoda del trabajo creativo que se realiza en una oficina, es lo que hace a Shirobako tan increíble.





Bakuman, J.C Staff, 2010-2013

En la misma línea de abordar absolutamente todos los flancos de una industria cultural-creativa, Bakuman retrata, en el triple de capítulos que Shirobako (72) cada posible aspecto de lo que implica producir un cómic en Japón, encadenado al restirador, con entregas semanales y la afrenta neurótica por mantenerse fresco cada semana y continuar con una historia de la manera más interesante posible. La serie sigue diez años en la vida de dos amigos desde sus inicios tratando de ser publicados en concursos hasta su consolidación como profesionales. La historia es aderezada con la aparición de otros personajes que cubren buena parte de los distintos roles de la industria: el sujeto que jamás pudo ser publicado y trabaja como asistente de por vida, el artista exitoso que está harto del negocio, los creadores que viven acostumbrados a los ciclos de las ideas, de renovarse y dejar ir lo que no funcionó, los editores que pueden oler las decisiones correctas y los que parecen evitarlas a toda cosa y, sobre todo, el creador, entre el genio y el autista, que pareciera no ser capaz de dejar de dibujar.



A diferencia de Shirobako, Bakuman es menos didáctico, y en vez de revisar con tanta meticulosidad aspectos técnicos propios de los comics, se enfocan más en la carrera de ratas que significa mantenerse creativo día con día. Aquí no hay capítulos sobre el entintado o el dibujo de fondos, pero sí muchísimos dedicados a discutir qué es lo que hace que un manga sea interesante, por qué una historia puede mantenerse fresca por años y otras no alcanzar a tomar forma en un par de meses. El hecho de que los mangas de los personajes también cubran un abanico amplio de estilos (juvenil, cómico, serio o fantástico) permite que las discusiones sobre por qué alguien decide dedicarse a dibujar para ganarse la vida sean más profundas. En resumen, el gran tema de Bakuman es el proceso creativo, lo que la hace la serie más cercana al proceso de hacer Arte (con A mayúscula) que haya podido encontrar hasta ahora (y lo he buscado).

Al igual que Shirobako, Bakuman está muy lejos de idealizar al artista, y precisamente este carácter terreno es lo que hace que pueda desarrollarse por 72 capítulos sin estancarse, volverse repetitivo o inventar historias sobre la historia. En la serie existen celos, envidias, intentos por colaborar y retroalimentarse, la presión de trabajar a la sombra de quienes tienen éxito y saber que es muy probable que jamás se logre trascender más allá del aquí y ahora (curiosamente, entre las discusiones y conflictos una cosa jamás aparece: desprecio por un género u otro de manga, todos son trabajo por igual y ninguno es, por la pura categoría, mejor que otro, todos los géneros son piedras que deben pulirse). 




Otro aspecto interesante es el del editor. En Bakuman los editores juegan un papel extraño, entre jueces, guías y artistas por igual incluso, capaces de ver el rumbo que puede tomar una idea si se le permite desarrollarse de un modo u otro. En las largas e intensas pláticas entre los personajes y sus editores el espectador tiene la sensación de que está siendo partícipe del proceso creativo por medio de la discusión, que es capaz de entender por qué unas ideas dan más posibilidades que otras aun si están explicadas apenas como argumentos muy generales. En un libro de Monterroso con prólogo de Palomo (no me acuerdo cual, recuerdo haberlo visto en un Sanborns) decía, en una especie de 'Decálogo del escritor', que al escribir había que hacerlo de modo que el lector pensara ser más inteligente que el autor, pero para esto el autor debía ser más inteligente que el lector. Creo que algo así pasa en Bakuman a la hora de plantear las ideas de los cómics que comentan sus autores, propician una estructura imaginativa muy flexible en la que el propio espectador es capaz de anticipar lo que puede desarrollarse. Dejan palpar la estructura de los comics, pues.


Lo más importante de ese flujo de ideas que transcurre a lo largo de la serie es, como mencionaba más arriba, que está enfocado a una creación con fines muy claros: entretener, de verdad involucrar al espectador (algo con lo que el arte a veces pareciera estar obsesionado, pero completamente reacio a ceder como cede el cómic para lograrlo). Al igual que en Shirobako, en vez de que esta parte de realidad y competencia intrínsecas del comic enturbien la visión del artista creador, lo hacen mucho más entrañable.





Partido del año:



En realidad no fue un partidazo, pero el gesto de Domínguez, la declaración de principios que implicó cobrar así después del ridículo de Romero, le valió la temporada (literalmente, porque luego nadie volvió a saber de él).





La noticia del año

Corre el rumor de que Dulces Vero ha vuelto a producir paletas Kiongo. Aunque las únicas posibles pruebas son una respuesta en Facebook y el producto inventariado en las páginas de un par de dulcerías de provincia, hasta ahora en cuanta tienda he buscado me dicen que ni siquiera les suena el nombre.

Cualquiera que haya probado las paletas Kiongo sabe que probablemente sean el mejor dulce que jamás haya existido entre el Río Bravo y el Suchiate. Multicolor, multisabor, demasiado grande para la boca del niño promedio y cargando en su nombre, como penintencia, la jerga de la época de los noventa (¡Qué hongo!), como si supiera que eventualmente se convertiría en una reliquia para nostálgicos, Kiongo redujo su tamaño y posteriormente desapareció de las tiendas junto con otras paletas famosas como las Viruelas y los Platanitos. Ni siquiera es factible encontrar una foto en Google.

Si alguien tiene informes comprobados de su existencia, favor de dejar un mensaje detallado en este post.





Tuit del año:







Cuatro últimas cosas:

1.-Ya no soporto los memes, ¿podemos pasar un año sin ellos? Un año no es mucho pedir. Más que los memes, lo que ya no aguanto es el cerebro post-memes, esa estructura lingüística y conductual moldeada después de haber estado expuesto a ellos por demasiado tiempo. Tengo conocidos a quienes hace años no veo y cuyas únicas palabras que tengo de ellos grabadas en la memoria como constancia de que aún existen son posts que empiezan con "Como cuando…"


2.-Esta ciudad necesita un río que la atraviese y apacigüe un poco la cochinada polvorienta que es la CDMX. Imagínenlo corriendo por Nápoles, Del Valle, Narvarte, Letrán Valle, Portales, Country Club y Taxqueña. Imagínense deteniéndose frente a él antes de seguir con el camino de regreso a casa de 110 minutos.


3.-Siento que todos los monumentos históricos y/u obras de arte públicas dañadas después del terremoto de septiembre deberían destruirse de una vez o, en su defecto, no restaurarse, dejarse así. Encuentro una cierta dignidad más amigable y menos altanera (¿qué es sino la altanería la característica principal de cualquier monumento?) en pensar en la existencia de estas obras como si tuvieran una vida que, como toda vida, tiene un principio y un fin. Duchamp decía que las obras de arte tenían unos cincuenta o sesenta años de vida y después morían, se convertían en historia y terminaban en un museo. Imagínense tener más de 3 o 4 siglos de vida ininterrumpida, restaurándose, mendingando atención por toda la vida. Dejen que las cúpulas se terminen de caer y construyan algo nuevo o, mejor, ya no construyan nada. 


4.-Y, á propos de septiembre, no, no nos hagamos bolas: no le debemos ABSOLUTAMENTE NADA a los Millennials.







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