25 mar 2024

Damián Ortega, El regreso del conspirador (2011)





El regreso del conspirador¹

La exposición de Damián Ortega en la galería kurimanzutto² marca el regreso de uno de sus artistas más importantes internacionalmente, pero menos conocidos en México. ¿Dónde estaba Damián? 
Por Roberto García Hernández³




–Qué bueno que llegaste justo ahora, te va a tocar el cristalazo– dijo José Kuri, fundador de la galería Kurimanzutto, antes de mi entrevista con el artista Damián Ortega, quien acababa de terminar el montaje de su exposición, la primera individual tras una larga ausencia en México. Ortega estuvo más de una década fuera, tiempo en el que su trabajo pasó por algunos de los centros más importantes de arte contemporáneo como el Centre Pompidou en París o Tate Modern en Londres. Y justo en ese momento se preparaba para destruir un vidrio como última pieza de esa exposición.
A la entrada de la galería se construyó un muro con tres ventanales. Damián quebraría el del centro con un punzón de metal. Hizo pruebas golpeando de manera directa sobre el cristal y posteriormente ensayó lanzándolo a la pared para ver si rebotaba, ya que se trataba de un vidrio con una película protectora. Tras varios ensayos, el cristal se rompió con sorpresiva facilidad. Durante los minutos posteriores al impacto sólo se escuchó el crujir de las esquirlas en el suelo. La obra se llama China, Nuevo León. Damián explica: “José me mandó una imagen del periódico Reforma y venía esta, un edificio de oficinas en la calle de China, el vidrio estaba quebrado como lo está ahora, sólo se veía un interior y un exterior, sin ese cristal que separa una cosa de otra. Se hace una masa en el centro, el vidrio se reorganiza o redistribuye en el piso. Pensé que sería interesante presentar algo que puede tener mucho sentido para mí como un signo de este momento en México, una imagen de mi experiencia de susto o paranoia a partir de la información que uno recibe de los medios que me genera tensión al venir a México, regresar a exponer, un retrato contemporáneo de mi propia experiencia”.
Junto con el clima imperante de violencia que los medios reproducen (al cual la pieza alude de manera feroz), esta tensión también tiene que ver con el regreso mismo de Damián, que ha estado fuera tanto tiempo. Nació en 1967 y forma parte de una generación que le dio un giro radical a la escena del arte en México. Esta camada —artistas como Abraham Cruzvillegas, Eduardo Abaroa, Gabriel Kuri o Daniel Guzmán, entre muchos otros— abrió canales de distribución de ideas alternativas, se aventuró en prácticas cuyos antecedentes aquí eran escasos, formó asociaciones y le imbuyó un espíritu y energía frescas al arte. Sin embargo, a principios de la década pasada Damián salió del país. Su currículum incluye la Bienal de Venecia en 2003, White Cube en Londres, el MoCA de Los Angeles, la residencia DAAD en Berlín (una de las de mayor prestigio del mundo) o el ICA Philadelphia, que propulsó de inmediato al ojo público una de sus obras emblemáticas: Cosmic Thing, un vocho modelo 89 desarmado y suspendido como si se tratara de un diagrama de ensambladura. Su retorno, además de tensión, arrojaba curiosidad: la obra de Damián habla mucho de su origen y su proceso como artista mexicano y, no obstante, el tipo y tamaños de las piezas que ha realizado en los últimos diez años obnubilan su visión como tal: hablamos de un artista plenamente internacional. ¿Con exactitud qué presentaría alguien, cuyas obras más importantes nunca han pasado por su propio país, donde sólo se han visto algunas piezas sueltas en exposiciones colectivas?, ¿cómo lidiaría con el regreso a una ciudad, cuya presencia se adivina en su trabajo, pero con la que existe una relación conflictiva? y, sobre todo, ¿quién es este artista, cuyo maestro fue Gabriel Orozco y con quien tanto suelen relacionar su trabajo?

Damián Ortega nació en una familia liberal, de izquierda. Su educación corrió a cargo de, como él mismo lo define, “un experimento de escuela activa”, un grupo de padres organizados para hacer una escuela experimental, una comunidad interesante de gente que hacía sus pininos en los sesenta. “En aquella época no era nada usual hacer yoga o ser naturista, era gente rara”, dijo. Se trataba de un experimento pedagógico y también económico, en el que los propios padres daban clases y permitían la entrada a chicos con problemas graves, crearon condiciones de trabajo y comunicación favorables. “No es algo que yo elegí”, dijo como deslindándose en broma de su propia educación, pero retoma el tono jovial, “fue muy loco, muy desordenado, había mucha creatividad, podías pasar de año si querías, no entrar a clase o quedarte haciendo una cosa durante todo el año”. Sonaba a un ambiente de gran libertad, niños muy seguros de sí mismos. Quise saber si desde entonces tenía pensado ser artista.
“Siempre. Era muy tímido, me daba pena todo, dibujando era la forma en que me hacía presente”. 
Su papá, Héctor Ortega, era actor, escribió un par de películas y obras de teatro e incluso trabajó con Alejandro Jodorowsky; su mamá era maestra de escuela. Su primer acercamiento al arte, no obstante, fue por medio de la caricatura. “Mis jefes lo aceptaban pero había algo raro porque no era el arte, era una especie de trabajo de flojo -rio-, siempre fueron muy o demasiado confiados en lo que estaba haciendo”. Su papá le presentó a Rafael Barajas El Fisgón, mordaz caricaturista del periódico La Jornada a quien comenzó a visitar los sábados. En una especie de taller abierto, aunque caracterizado por una enorme seriedad por parte de Barajas, revisaba su trabajo y le enseñaba historia de la caricatura. Allí conoció a Abraham Cruzvillegas, niño comerciante, caricaturista y estudiante de la carrera de pedagogía en la UNAM. José Kuri me dijo que antecedentes como los de Damián son fascinantes porque el arte hecho por artistas salidos de las escuelas puede ser muy homogéneo, algo chato. “Su formación inmediata no son los libros sino la caricatura, que a final de cuentas es lo más valioso que ha tenido este país, ¿quién más importante que Posadas u Orozco?”.
Damián visitó la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM para ver si tenía sentido siquiera acabar la prepa, de la que estaba harto. Kuri agregó: “nunca le gustó mucho la escuela”. Su reacción no pudo ser peor: “no me interesaba ser este tipo de artista, no me interesaba lo que se está haciendo aquí, me pareció muy aburrido, muy repetitivo, muy ensimismado, era la época en que sólo había pintura, no había energía, no sentía nada estimulante, decidí que tenía que salir y formar mi propia carrera, concebirla”, dijo. Por la relación de su papá con Jodorowsky, Damián tuvo la idea que tendría que trabajar con un maestro, alguien de cuya experiencia pudiera abrevarse directamente. Después de buscar por un tiempo se cruzó en el camino de Gabriel Orozco.
En 1962 los padres de Damián se mudaron a Xalapa para montar una obra y a Héctor Ortega le recomendaron buscar a Mario Orozco Rivera, pintor y muralista quien posteriormente sería jefe del taller de Siqueiros. Héctor fue a verlo y al llegar a su casa apenas pudo cruzar palabra con él. Iba de salida rumbo al hospital, su esposa Cristina estaba a punto de dar a luz: se trataba de Gabriel.
Años más tarde, cuando Damián estaba buscando un maestro, su hermano le recomendó ir a ver a Gabriel, a quien conoció de la ENAP. “Ve a ver a este güey, llegó muy cagado, trae ideas muy raras, está divertido”, le dijo. Gabriel se había ido a estudiar al Círculo de Bellas Artes de Madrid. Allí comenzó a experimentar con la instalación y la fotografía. Damián tocó el timbre de su casa y le pidió trabajar con él, le enseñó su trabajo, y Orozco le propuso invitar a más gente. Damián llevó a Abraham y después se les uniría Jerónimo López (alias Dr. Lakra). Gabriel Orozco invitó a Gabriel Kuri. Así, entre la coincidencia y la casualidad, se forma, en la casa de Gabriel, en Tlalpan, un taller seminal para las artes plásticas en el México de finales del siglo XX y una de las historias más entrañables en lo que se refiere a artistas que construyen sus propias condiciones de trabajo. Era 1987.
Durante cuatro años, cada viernes se reunieron para trabajar y discutir la obra de los demás. Al mismo tiempo, Damián asistía como oyente ocasional a la ENAP, donde la disciplina de trabajo, basada en el aprendizaje técnico de un maestro le pareció una forma de fatigar al alumno, ablandarlo, ponerlo a prueba: “No es una forma generosa de entrar a la escuela, lo sería más provocar a todo mundo con acciones, con gestos, con ideas”, dijo. 
El taller con Gabriel Orozco era otra cosa: tenía una energía propia, era muy libre, lúdico. Además de un espacio de diálogo y trabajo personal, en el llamado Taller de los Viernes compartían catálogos de exposiciones, libros, discos, cassettes y caminatas; aventaban la piedra con acciones que, como experiencia más que como obra, era imperante tomar, como cuando el grupo atiborró una vulcanizadora abandonada con dibujos, pinturas, fotos y esculturas. Aunque se ha dicho que el taller era todo menos formal y que se limitaban a beber cerveza mientras hablaban de la obra, Damián desmiente este mito: “al principio, el taller era superacadémico, era aprender a pintar con veladuras”. En aquel entonces, Gabriel se encontraba trabajando en una serie de íconos de madera en los que pintaba con óleo. No sólo tenía el bagaje de haber estudiado pintura en la ENAP, también tenía la herencia de su padre. Inicialmente, Damián quería aprender a pintar, tenía la idea de hacer una carrera como muralista a partir de la caricatura, hacer un arte público. Paralelo a este proceso, trabajó como caricaturista en la revista de la UNITEC, Motivos del PRD, La Jornada y la Revista Rino, en la que tuvo que tomar dos cuadros de Rogelio Naranjo como rehenes para que le pagaran. La caricatura pagaba el arte, pero a un precio alto: los conflictos entre disciplinas aparecieron. En su ambiente liberal había una idea de hacer arte, y un trabajo como el que producía en el taller en aquel entonces era leído fácilmente como payasadas, un modelo extranjero o, en resumen, una burguesada. El mismo Fisgón le dijo que su incursión en ese tipo de arte le parecía una estupidez y que se concentrara en la caricatura. Ocurrió un divorcio, a tal grado que adoptó un pseudónimo para hacer caricatura. En estos tiempos Damián hacía pintura sobre láminas, como rótulos. Justo el año en que Gabriel comenzó a trabajar con objetos, Ortega empezó a doblar el metal, a saltar a un espacio tridimensional, un espacio al que él se refiere como “más real”. Entonces se cruzan los cables: comienza a trabajar en piezas más políticas y a hacer caricaturas más, en sus propias palabras, “pacheconas”. Su tira Finísimas personas, aparecida en Rino y El Chahuistle, son el mejor ejemplo en caricatura, mientras que en su trabajo como artista, la narrativa y el humor empezaron a dar resultados interesantes. 
En Pico cansado, de 1997, tomó el mango de un zapapico y lo cortó en rebanadas para obtener fragmentos similares a los de una espina dorsal que, una vez recuperada su forma original, lejos de proyectar la imagen heroica de la herramienta al servicio del trabajador, mostraba una forma orgánica, flácida, agotada y recargada contra una grieta en el suelo. En Prometeo, 1992, basada en una caricatura de Ahumada (con quien Ortega estudió pintura al óleo), una vela diminuta es colocada dentro de un foco. Estas piezas hacen un comentario político y al mismo tiempo se burlan de una cierta idea de arte socialmente comprometido con la que Damián comenzó su interés como artista y que era necesario destruir para continuar, pero de la que también había que reírse. En América Letrina, de 1997, Ortega materializa una caricatura de Helio Flores de 1975: un inodoro en forma de Latinoamérica propiedad del Tío Sam. En Stalinismo, 1994, un conjunto de letras de metal rezan el título de la obra con la excepción de la letra T, que por su forma es la única que no puede mantenerse en pie y deja leer “Salinismo”. Quizá estas obras tengan una pinta de chiste visual, no obstante, son declaraciones que marcan distancia tanto en el terreno escultórico como político. “Un buen chiste puede cambiar tu forma de ver un objeto, eso me gusta, el momento del clic, cuando le cambias los polos a las cosas, reírte de la fragilidad de algo que está pasando y que parece inmóvil”.
El Taller de los Viernes se dio por terminado en 1991. Gabriel inició una prolongada serie de viajes a lo largo de toda esa década empezando por Nueva York. Su partida significó volver a organizarse, seguir desaprendiendo en otras partes. Ni la dinámica ni el contacto se perdieron, el grupo, más bien, entró en otro nivel de trabajo.

Entre los relatos sobre el arte de los noventa producido en la Ciudad de México que comenzaron a surgir desde mediados de la década pasada, es común escuchar los nombres de ciertos artistas como los forjadores de una efervescencia plástica: por un lado, están los extranjeros radicados en México (Francis Alÿs, Melanie Smith o Thomas Glassford), luego, la gente que se reunió en Temístocles 44 (Daniel Guzán, Eduardo Abaroa, Pablo Vargas Lugo) y, finalmente, toda la gente que circuló en La Panadería, temerario espacio de arte fundado por Miguel Calderón y Yoshua Okón. El nombre de Damián Ortega, no obstante, no suele figurar demasiado entre ellos a pesar de pertenecer a dicha generación y de estar asociado directamente con sus actores. Sobreviviendo como caricaturista, con una formación alternativa como artista y una obra entre dos aguas, ¿dónde estaba Ortega en medio de todo esto? Cuando le pregunté a José Kuri, su galerista, la respuesta fue muy sencilla: “Damián estaba trabajando en su estudio”.
Cuando el artista estadounidense Bruce Nauman salió de la escuela, mencionó dos grandes problemas en su formación: no tener mucha retroalimentación o diálogo y pasar demasiado tiempo en su estudio, sin materiales y sin saber qué hacer aparte de tomar cantidades enormes de café. Damián se encontraba en la misma situación. Revistas como Poliéster o Curare giraban alrededor de otros grupos de artistas, como pintores neomexicanistas o los Quiñones, que tenían mucho auge en ese entonces. El grupo de Damián, todos rondando los veintitantos años, no tenía los ojos de la crítica encima. Aunque reconoce que su trabajo no estaba del todo maduro en aquellos tiempos, Ortega dejó escapar un tono algo incómodo: “no es que hubiera mala onda con la gente que tenía los foros, pero sí había algo muy raro con la falta de interés. Es algo que sigue pasando, mucha gente no va a ver los estudios, no está interesada en seguir qué es lo que está pasando. Todo es de oídas, éste es bueno, éste es malo y se acabó, todo depende de una referencia, no del rigor o la dinámica de dialogar con un artista para saber qué está haciendo. No sé cómo decirlo, porque no quiero quejarme, pero sí era muy extraño no tener una respuesta en cuanto a lo que haces, recibir una opinión”. En 1995, el Museo de Arte Moderno organizó la exposición “Acné o el nuevo contrato social ilustrado”, curada por Patrick Charpenel y Carlos Ashida. Todos los artistas formaban parte del círculo de Damián, pero él no fue incluido, ni siquiera habían visto su trabajo. Esta experiencia fue clave, significó darse cuenta de que quizás había que recomenzar su trabajo, concentrarse más, arriesgarse a vivir de eso.
Niño problema de familia liberal, Damián abandonó la casa de sus padres y aplicó un rigor definitivo. Sin más recursos que los objetos de su departamento y la voluntad de transformarlos y reubicarlos, pasó jornadas eternas a solas trabajando, sin salir. Damián estaba pagando horas extras: “En la noche todo el mundo salía de desmadre y yo me quedaba a trabajar. Me daba cierto orgullo, por la necesidad de saber que yo tenía que concentrarme, aunque también deliré en muchas cosas que no he sacado”. Hizo una pausa y contó que este proceso personal llevado al límite causó que lo corrieran de donde vivía: “Una vez una de las hijas del dueño me vio haciendo una pieza donde me disfrazaba de un pinche mono —rio– y dijo: 'Este güey está completamente orate' y me pidieron el departamento —más risas—. Son experimentos que tiene que haber, privados, no todo se expone ni se saca, pero hay que hacerlos, para eso está tu espacio”. 
Un reflejo de este desarrollo neurótico es Puentes y Presas (Autoconstrucción), de 1997, una serie de esculturas en las que apiló y amarró con mecate cualquier cantidad de muebles y objetos en su sala de manera frenética. La decisión de trabajar con sus propias pertenencias se debía, simplemente, a que no tenía dinero y a que eran las cosas que conocía, con las que vivía. Esta estrategia de trabajo surgida como una alternativa a su entorno y circunstancia, a la fecha, permanece como parte de su proceso y sigue permeando su obra. Sean sus primeras piezas hechas en un espacio reducido o instalaciones de salas enteras, existe una idea de escala doméstica constante. En América nuevo orden, de 1996, pinta el rótulo de una batería de coche América sobre un conjunto de ladrillos y los numera por detrás. El reordenamiento de los tabiques desfigura la imagen y queda en un punto extraño entre el comentario político y la investigación dura. 
Esta obsesión por la clasificación, separación y enumeración de los elementos es un carácter permanente en su obra, como en Controlador del universo, 2007, en la que una infinidad de herramientas colgadas del techo, como en una explosión, invade el espacio de la galería White Cube en Londres. Alejadas once años entre sí, ambas piezas apuntan a la mano del artista en diferentes dimensiones pero, aún, en la misma escala. El mismo Ortega confiesa que, de hecho, una vez que tuvo presupuesto, tras conseguir una beca del Fonca, lo que hacía se volvió más difícil: “La lógica de decir: 'Trabajo con lo que tengo o con lo más barato' cambia, ahora tienes opciones, tiene que haber más voluntad y conciencia de lo que tienes, pierdes el control, estaba agobiado de tener posibilidades”.

Todos los artistas tienen un momento en el que dan el salto, en el que las cosas empiezan a suceder, como un gong que suena tras años de avisar. José Kuri afirma que en Damián este momento ocurrió cuando no tuvo ansiedad ni prisa por figurar y empezar a exponer en los años noventa, cuando todo el mundo estaba acaparando espacios y teniendo mucha visibilidad. Los resultados de cinco años de este balbuceo y experimentación quedaron en “Reglas e Instintos”, una pequeña exposición de 1997 en la extinta galería Art & Idea, que daba cuenta de un proceso de trabajo íntimo y que caracterizaría la mayor parte de su producción en los noventa. Las cosas empezaban a moverse. Solo y con su obra, no obstante, Damián nunca perdió el contacto con Gabriel Orozco, con quien sostenía discusiones sobre su trabajo cada vez que venía de fuera. Antes de seguir, Damián aclararía: “una vez me preguntaron si estaba tratando de alcanzar a Gabriel cuando me empezó a ir bien. Y no es eso, yo nunca he estado lejos de él, siempre hemos estado trabajando juntos, no hay una rivalidad, yo le tengo mucho cariño y mucha admiración, él me apoyó mucho”. Es precisamente por medio de él que Damián comienza a salir. Ese mismo año, 1997 participó, al lado de Guillermo Santamarina, los hermanos Manuel y Mauricio Rocha y Gabriel Kuri, en “Lines of Loss”, muestra colectiva en Artist's Space , un lugar de tradición alternativa en Nueva York. Esta exposición fue crucial, le hizo ver que no se trataba sólo del reconocimiento local, sino también de fuera: “Fue muy agradable, eso me sostuvo emocionalmente durante mucho tiempo”, dijo. 
Dar el siguiente paso y emprender el viaje fuera de México estuvo directamente relacionado con lo que estaba pasando con la apertura de kurimanzuto. José Kuri estudió en Nueva York y Mónica Manzutto trabajaba en la galería Marian Goodman, que representaba el trabajo de Gabriel Orozco. Entre los tres iniciaron el proyecto en 1999. Desde la perspectiva de Ortega fue algo natural que se tenía que cubrir dentro de un grupo de amigos. Tanto galeristas como artistas fueron creciendo juntos, y constancia de ello son sus primeras exposiciones, proyectos increíblemente arriesgados no sólo por el tipo de obra, sino por el tipo de espacio que una galería supone. Su primera exposición, “Economía de Mercado”, ideada por Gabriel, fue en un local del mercado de Medellín de la colonia Roma. Meses después, su segunda exposición, “La Sala del Artista” fue una colectiva montada en una tienda de la calle Amsterdam, en la colonia Condesa.

Damián abandonó México. En 2001 obtuvo una residencia en Oporto, Portugal, y después viajó a Brasil. Durante su estancia, Damián contó que sintió una enorme curiosidad por una cultura en esencia generosa e inmediata. Con esto en mente, organizó otra de las exposiciones más audaces en los inicios de Kurimanzutto: “Elephant Juice (Sexo entre Amigos)”, una muestra colectiva de 2003 montada en el restaurante Los Manantiales en Xochimilco, en el que la obra era dispuesta en estructuras de construcción circulares como en una feria popular. A partir de estos años, Ortega desarrolló las exposiciones que, quienes seguimos su carrera por las vías de comunicación a la mano, conocemos como sus piezas icónicas: Cosmic Thing en el Institute of Contemporary Art de Filadelfia en 2002, Spirit and Matter en White Cube en 2004, The Uncertainty Principle en la Tate Modern en 2005 (una de sus exposiciones con mejor recepción e, irónicamente, una cuyo proceso describió como “un caos brutal”) o Champ de Vision en 2008, una instalación en la que miles de círculos translúcidos flotando en el Space 315 del Centre Pompidou dejan ver la imagen de un ojo como si se tratara de un impreso con el grano reventado. En 2006, Ortega se instaló en Berlín al obtener la residencia DAAD. La historia del artista que sale de su país y se vuelve un nómada contemporáneo, además de conocida, suena similar a la de otros artistas de su generación, empezando por el mismo Gabriel. Sin embargo, Ortega echa mano de una especie de juego doble que resiste a estas clasificaciones: por un lado, buena parte de su trabajo alude a métodos de construcción y clasificación comunes del habitante del Distrito Federal. Por el otro, más a fondo, lo que caracteriza estructuralmente a Ortega es una enorme capacidad de relacionarse con los objetos y las herramientas propios del lugar donde trabaja, de sumarse a la energía y al modo de hacer locales, una forma de hacer las cosas que no es aprendida de forma racional sino aprehendida, un remanente de la supervivencia. “Me gusta copiar la inteligencia o conocimiento popular”, ha dicho. Así es como ha explicado Cosmic Thing: aquí las autopartes exhibidas cuelgan del techo, y el vocho es un auto que cualquier aficionado puede reparar tan sólo con tan sólo consultar el manual. Ante el cliché de lo mexicano, la obra de Ortega responde como un complejo de fuerzas que se imponen a los problemas, como él mismo ha escrito: “Con habilidad y picardía”. José Kuri apuntó: “Con que tu obra impacte a tus cuatro amigos es suficiente”.
¿Pero cómo funciona una estrategia así en contextos tan distintos? En Brasil, Damián cuenta que hay espacio para todos porque todo es un caos, a diferencia de Europa, donde hay espacio para todos porque todo es historia. Le pregunté si esta facilidad para trabajar ha modificado su proceso en los últimos diez años al no haber algo a qué oponer resistencia, por ejemplo, en Berlín, donde vive actualmente, con viajes eventuales a México: “Sí —rio—, exactamente fue lo que pasó, en el momento en que una ciudad se vuelve un cubo blanco dejas de tener el ingrediente accidental, el conflicto político, ya no tienes necesidades, se vuelven abstracciones o caprichos. No sé, es fácil perderse en una sobreproducción, sobreintelectualizar, sobrecomercializar o banalizar algo porque no hay un enemigo tan concreto, no hay una atmósfera tan cargada como aquí”. En los últimos dos años, esta neutralidad ha comenzado a pesarle, sobre todo hablando de su reaparición en México: “Inmediatamente entras y, boom, sientes la densidad del aire, la carga social”, dijo. Los regresos de Ortega a México han sido extraños. En 2004 pudo vérsele en el estacionamiento de la Mega Comercial Mexicana de Miguel Ángel de Quevedo tratando de contener con sogas un Volkswagen blanco que derrapaba sobre grasa mientras una banda detrás de él tocaba “Moby Dick”, de Led Zepellin. El performance formaría parte de la exposición “The Beetle Trilogy and Other Works” en REDCAT (Roy and Edna Disney CalArts Theater) y MOCA, ambos en Los Angeles. En ésta, además de Cosmic Thing, se incluía Escarabajo, una especie de road movie en 16 mm en la que lleva a su VW Sedán 83 blanco a Puebla a buscar la fábrica donde había sido producido. Decidió que su auto debía ser enterrado ahí, como en esas historias en las que el héroe regresa a su lugar de origen o el elefante busca dónde morir.

Sábado 9 de abril, 10:30 a.m. Minutos antes de la inauguración le di a Damián, a manera de un pequeño regalo de buena suerte, algo que seguramente apreciaría: una biografía Sunrise (como las que tantos niños en México usábamos para hacer la tarea) de Marcel Duchamp. No me equivoqué: rio y me contó que, en los noventa, Abraham Cruzvillegas y él encontraron al pintor que las hacía y mandaron hacer una de Melquiades Herrera, académico de la ENAP y artista increíblemente lúcido que, con un humor que oscilaba entre la violencia y la charlatanería, era capaz de explicar teorías complejísimas usando cartones de huevo y peines de fayuca en sus performances o clases. Este espíritu lúdico por compartir los hallazgos personales rindió buenos frutos en toda una generación durante esa década; desde su participación en Temístocles 44 y la publicación de su boletín Alegría hasta el fanzine Casper, estos proyectos mostraban una necesidad de abrir la discusión a partir de los huecos que deja el humor como un punto de enganche, de primer reconocimiento. 
En este orden de ideas, le pregunté a Damián sobre Alias, un proyecto editorial que desde 2007 ha traducido textos de artistas y figuras clave en el arte contemporáneo inconseguibles en español. Como muchas cosas, este proceso inició casi por casualidad. El primer número, Conversando con Marcel Duchamp, de Pierre Cabanne, salió de una versión en inglés, regalo de Orozco. Damián confiesa que su inglés es malo y, que en aquél entonces era mucho peor: “No le entendía al libro, y me parecía que era importante entenderlo”. Le pidió a sus amigos que tradujeran alguno de los cinco capítulos. La traducción a cinco voces era una manera de apropiarse de Duchamp o, mejor dicho, de expropiarlo. En la solapa del libro, Ortega escribió que lo sustancial de esta nacionalización es que permite ver que el texto no pertenece más que a las lecturas individuales y que puede tener tantas nacionalidades como lectores. El segundo número fue de John Cage, regalo de un compañero de la revista Motivos, quien lo condicionó a prestar el libro a alguien en cuanto lo acabara. Su edición en Alias son las fotocopias directas de ese ejemplar, notas al margen incluidas. A diferencia de tantos proyectos alternativos destinados al fracaso, Damián contactó a las personas indicadas a fin de hacerlo no un medio de lucro pero sí uno sustentable. No obstante, la fragilidad de la copia y lo irregular de su distribución le dan un carácter genuino, familiar, tiene una vida y un impacto propios, y ya son una fuente de referencia. En su reseña anual de 2010, Heriberto Yépez la describe, simplemente, como “la editorial mexicana mas interesante”.
Platicábamos afuera de un café, a un par de calles de la galería. De pronto sonó el teléfono de Damián, eran las once y cuarto de la mañana y la inauguración debía empezar a las once, había que regresar. Acababan de llegar sus padres.

Para empezar a hablar de la exposición en Kurimanzutto, su primera muestra individual en México desde aquella de 1997, le recordé una frase que escribió en El Pájaro para principiantes, cómic incluido en el catálogo de la exposición de Gabriel Orozco en el Museo Tamayo en 2000: “El arte es un secreto que sólo se revela entre conspiradores”. Ortega rio un poco y me corrigió: no era suya, es de Duchamp. En este orden de ideas, hay algo importante en su regreso a México, y es que debía estar tramando algo, debía estar conspirando. Catorce años no es poco, mucha gente no conoce su obra y a la vez existe presión de responder a los que sí. El trabajo de Damián se ha desarrollado en un proceso muy íntimo, muy para sí mismo. Esta actitud estaba en contra del tono heroico de otros artistas que trataban de copar espacios y conquistar la escena (como algunas lecturas del arte de ese periodo podrían sugerir). Desde hace un tiempo, Damián ha marcado distancia con su país. En México se le sigue asociando con Gabriel Orozco en un tono de dependencia. Pero parece difícil ubicar actualmente el trabajo de Ortega, como si varias fuerzas tiraran al mismo tiempo. Ahora debía volver a hacer arte en su país, en una escena que ha cambiado tanto y en la que no ha estado presente del todo, ante un público que lo conoce de oídas o menos. De algún modo, Damián debía marcar una postura ante todo esto en esta exposición. Dos cosas estaban claras: la primera, que su función no era hacer algo didáctico, eso, en todo caso, le correspondería a una institución (en 2009 se montó “Do It Yourself” en el ICA de Boston, una retrospectiva con obra desde 1991 que se intentó traer, pero no fue posible por presupuestos y tiempos de los museos); y la segunda, no buscar legitimarse sino más bien jugar a experimentar y recobrar lo que era más generoso e importante antes de irse de México: un trabajo libre, sin expectativas, de mucha libertad, surgido de una carencia de mercado y crítica, sin nada más que una relación de trabajo y de amistad, de investigación personal. Y eso fue justo lo que pasó. Para sorpresa de los asistentes, la exposición es un conjunto de declaraciones, riesgos e ideas reconocibles en toda su obra. En Nudo, (una serie de vaciados en cemento de una manguera) o Mutter erde / Vater land (porciones de suelo de distintos sitios) encontramos enunciados directos que presentan, más que representar, una realidad que es la misma que habita Ortega. Otras como Sistema de Clasificación y Muro elote delatan la manía organizativa presente desde obras como Elote clasificado u Homos, en la que parea objetos a partir de un plan de trabajo estricto a la vez que profundamente personal (como juntar un mango y una agarradera porque son homófonos, o pelotas de ping-pong y pegamento porque cuestan lo mismo). Para Sonido Grafo, recolectó todos los modelos de brochas y pinceles de una tienda en Alemania y trazó una línea recta sobre el muro con cada uno (de hecho hizo menos que eso: tomó el pincel y una grúa lo elevó, Damián se limitó a dejar ser a la herramienta).
“Quería hacer algo con la mano, bien directo, de volver, una cosa de origen, tomar lo que está a tu alrededor y no apoyarme en un sistema de producción como de niño rico, no querer soltar una pieza emblemática, sino soltar la pedrada para ir a otro camino. En ese sentido, quería que la exposición fuera como un statement, prefiero el arte que tiene la dimensión de una idea”.
Una vez vista la exposición, todas estas perspectivas ajenas ahora parecen algo fuera de lugar. La exposición es tan concreta, tan humilde y con tanta fuerza que poco puede decirse. Damián cuenta que hace poco, cuando presentó su exposición en el Pinchuk Art Centre en Ucrania, un periodista le dijo que estaban decepcionados por no haber traído Cosmic Thing. La respuesta de Ortega fue tajante: “Es una pieza de hace ocho años, yo sigo vivo. Como decía José Agustín, 'lo único que pido a un lector es que me lea'”.

Veinticuatro horas después de la inauguración lo visité en su taller al sur de la ciudad. Quería conocer sus impresiones finales. Le dije que sería una plática más bien ligera y replicó, en broma, que él ya venía en plan de artista. El taller de Damián, técnicamente, es otra obra suya. Me lo esperaba lleno de autopartes y objetos colgando del techo. Sin embargo, su mano está en otro lado: cuando lo compró tuvo que tirar paredes, abrir puertas, colocar subtechos de madera. Junto a su mesa hay un fotomural de una nota del periódico: un agujero gigante que se abrió en Guatemala en 2010. Damián estaba inquieto, jugueteaba con un pedazo de barro. Le pregunté cómo se sentía ahora que había pasó todo:
”El proceso empezó hace mucho, sabíamos que era importante venir a México. Le dimos mil vueltas, fue una serie de penurias para encontrar qué hacer y siento que al final lo que queda es una satisfacción por realmente haber hecho algo que quería, experimentar y jugar, y me da mucho gusto pensar que he construido algo con José y Mónica como galería y grupo de trabajo donde podemos seguir experimentando y seguir apoyándonos para hacer algo que nos llevó hasta donde estamos. No fue un paso para atrás, conservador, fue apostarle por lo que más nos gusta hacer y fue muy agradable”.
Dichas penurias incluían la paranoia de Damián por una situación adversa, que surgieran comentarios abiertamente dolosos —y recurrentes—, como que le fuera bien a un artista global, un fenómeno de mercado apoyado por Gabriel Orozco que, para rematar, era parte del rebaño de Kurimanzutto. Ortega explicó dicha aprensión: “De pronto, la crítica es muy ácida, muy amarga, y siento que no es para crecer, sino para provocar, tener posiciones más de poder que de conocimiento”. Con esto en mente, le pregunté qué seguía, cuál sería el escenario ideal para una lectura de su trabajo. Damián se mostró particularmente sensato: “Hay tiempo, no es muy sano andar haciendo retrospectivas, se vuelven algo que los demás ya conocen mejor que tú, te ves a ti mismo a través de un espejo de algo que ya no es tuyo, que ya no existe, que fue mejor, se vuelven hits; es momento de trabajar”. Cuando José y Mónica fueron a Berlín para ver qué quería hacer, Damián contestó que no tenía idea, incluso llegó a sugerir que cancelaran el proyecto. Le preocupaba la situación de hacer arte en México como algo con lo que nunca se ha sentido seguro, entender cómo es que funciona ese desequilibrio tan grande en medio de una ciudad que se está haciendo pedazos. Esta resistencia inherente en la Ciudad de México a partir de la cual Damián construyó su proceso, una vez enfrentada a un marco más propicio para hacer arte como es el de Europa y aunada al éxito de su carrera, arroja a su regreso un tinte más complejo: su vuelta al país no es sólo regresar a su lugar, sino a una situación y a un tiempo pasados, como si tuviera que adaptarse nuevamente a una circunstancia que originó en buena medida su obra, volver a empezar de cero. José le dijo que trabajara justo con ese desnivel. El forcejeo quedó expuesto de manera casi definitiva en el video The Stranger, una de las piezas centrales de la exposición. En ella, un extraterrestre llega a la tierra, recorre y examina los campos de Tlayacapan, Morelos, hasta llegar al pueblo y caminar entre la población el día del carnaval (un factor que no estaba contemplado en la grabación y que le dio un giro a la pieza). En medio de chiflidos y el asombro de la gente, el extranjero no es sólo eso, sino también el extraño, el raro, el güerito, el que nunca termina de encajar. Esta es la posición de Ortega, y es una posición compleja: ¿cómo estar en uno y otro lados, en un país con una presencia tan fuerte, tan poderosa y con un mundo del arte tan sobreprotegido y glamoroso?, ¿cómo encontrar una posición individual entre todos estos puntos? Damián estaba más tranquilo ahora: “Creo que todo el mundo se sorprendió con el video, han de haber dicho: 'Esto no es Damian Ortega', y me da gusto. Estoy muy contento”.\\


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¹Originalmente publicado como Estrategias para no encajar en Gatopardo 121, mayo 2011. 
El título, junto con un montón de metidas de pata en mi redacción, fue un cambio de la edición. Hace ya muchos años que el sitio web de la revista eliminó este texto, así que creo que ya iba siendo hora de publicarlo en línea con su título original (que me gusta mucho). 

² La exposición es Damián Ortega, kurimanzutto, 12 de abril — 14 de mayo 2011.

³ Este texto, en una extraña edición que no corta pero sí intercambia dos secciones de manera que el final es otro (sabrá Dios qué posibilidad narrativa vio ahí el editor) también está incluido en Damián Ortega. Módulos de construcción. Textos críticos, Fondo de Cultura Económica, 2017. Pag. 199-211

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