21 feb 2011

Cosas que pierdes y sabes que nunca van a volver y si lo hacen seguro no van a ser lo mismo

El otro día, escribiendo posts para el Blog de Aural, escuchaba en loop un track de Evan Parker. Días previos a ese, me había dado cuenta que mi amor por escribir los posts del festival, que tan feliz me hacía una semana una vez al año, ya no me emocionaba como antes. Me sentía mucho muy triste, en serio. Cuando empecé a escribir el de Parker con el mp3 en loop, así, de la nada, recuperé el amor por escribir. No fue ninguna especie de revelación, sólo fue como si la bola de boliche emocional diera un salto y saliera del canal de foul. El track es 3 minutos de saxofón fuera de control ad nauseam. Entonces, me puse a pensar en otra cosa que también desapareció pero, tristemente, ya no volvió: cuando yo era un adolescente pretencioso con cabello largo, escuchaba jazz. Era una relación rara: no tenía un sólo disco de jazz, básicamente porque todos los que hurgaba en el Mix Up (eran tiempos de internet telefónico y en napster sólo encontrabas una o dos cosas) eran carísimos, y los pocos que llegué a tener (con pocos quiero decir, no sé, no más de diez) eran rarezas que igual no eran muy user friendly. Mi mayor acceso al jazz, lo recuerdo, era Horizonte FM a las 10:30, a esa hora y durante unas dos horas más o menos, programaban cool y bebop. Era mi hora feliz, justo antes de dormir para ir a la prepa. Extrañamente mi primer descubrimiento del jazz fue una mañana antes de salir (como ese post que les escribí sobre cómo la música que te acompaña antes de salir a la escuela es la que te marca). También en Horizonte, supongo la programación matutina. Era bebop, me encantaba. Fue como "¿qué suena?", y con eso me desperté. Esa sí fue revelación, pero fue tan rápida y se desvaneció tan rápido (como Proust, pero en la noche, antes de acostarse). Poco a poco me di cuenta que siempre me había gustado el jazz, desde niño, sólo que nunca había sabido qué era o cómo se llamaba lo que luego escuchaba. A partir de que supe qué era el jazz empecé a escuchar en el radio y, sobre todo, a ir a cuanto concierto había, principalmente, en el sur: el CNA, Coyoacán. Ir a un concierto de jazz era la experiencia más dura en mi adolescencia junto con escuchar a Nirvana. Aprendí muchísimo, lo que es peor, me hice gusto, lo cual es el fin definitivo de escuchar música sólo con las vísceras (en eso Nirvana ganaba: era sólo impulsos, nada de gusto). ¿Alguien ha visto Ghost World? Sirako me habló o preguntó por ella y luego el greñas, que me la prestó. Es increíble. Hablaré dando por hecho que la vieron (si no, ¡véanla!): ¿recuerdan a Seymour?, aunque una película, ese es el perfil del que va a los conciertos de jazz: no es un rezagado de la vida feo, quizá con la cara freaky que provoca el interés desmedido en cualquier cosa y con esa languidez del que prácticamente vive a través de otras cosas (en este caso, discos). Pero dentro de todo, la cara de los que van a conciertos y hurgan una y otra vez en la sección separada del Mix-Up, como la de Seymour, acusan una especie de amor exhorbitante por esos discos viejos y las grabaciones polvosas. Será tonto, pero en verdad uno vive dentro de ellos. El jazz era de esas cosas que, no obstante, siempre mantienes muy arriba para que siempre sea más divertido verlas desde abajo. Era tan difícil tocar jazz, o al menos eso pensaba (jamás he podido sacar una nota similar), tan veloz, tan increíble. Esa distancia agrandaba el misterio. Yo era muy feliz escuchan jazz en el radio por las noches o en un lugar horrible en medio de la nada en el sur de la ciudad. Y poco a poco fue desapareciendo. Empecé a escuchar otros tipos de música pero seguía considerando al jazz, aún mucho, pero un día, supongo hace unos 3 o 4 años, simplemente desapareció: ya no me emocionaba escucharlo en el radio, ni en mis discos-reliquia. Era muy triste porque en verdad era una cosa muy fuerte. Quizá lo que me gustaba del jazz (sólo escuchaba bebop y cool, el free no me emocionaba y la big band o el dixieland me aburrían un poco) era la melodía. Quizá, como cualquiera que empiece a escuchar música con cosas que puede comprar en el Wal Mart, lo que uno quiere es melodía, y la del jazz era más elegante que Cake o Smash Mouth (ah...). Mientras recuperaba el amor por escribir posts que sí generan ganancias en el mundo real y recordaba mi amor perdido por el jazz me acordé de esto y quise escribirlo. Quizá pueda regresar: tengo un LP de Louis Armstrong que compré en 2001 (creo) que llegó a mis manos por motivos equivocados: vi en un museo que vendían un concierto en vivo de Aerosmith del 79, era un LP doble y costaba creo que $20, así que me pareció un gran negocio comprarlo y cambiarlo en el Chopo por un disco bueno, pensando que yo tenía una joya: el sujeto me dijo que le diera el disco y una lana. "¡Pero es doble!" Me dijo que ok, que tomara el que quisiera sencillo sin dinero de más. De todo lo que había, tomé el de Armstrong y lo odié, simplemente no me gustaba, pero en años nunca lo pude desechar porque la portada te lo impide: es la cara de Louis soplando por la boquilla de la trompeta, casi a escala real. Es preciosa. Hace unos dos años lo llevé a una exposición record (record a la menor asistencia en dos días: 3 personas) y un amigo llevó su tocadiscos (tenía una pieza que consistía en juntar discos, no entendí, creo ni era pieza). Lo escuché y me fascinó. Fue como volver a hacer las paces. Últimamente escucho mucho a Raymond Scott, que es jazz como de caricaturas, y desde que se estropeó mi disco de Ornette Coleman que me quemó greñas en el 2003 en verdad lo extraño. Ese lo podías escuchar una y otra vez. Creo que ahora me interesan todas las cosas que cuando comenzaba no me interesaban. Es curioso: cuando eres joven escuchas bebop (como los cronopios) porque quieres un cierto ritmo sofisticado, y cuando eres más grande escuchas cosas más ásperas, como ragtime o bluegrass, que son cosas más raras y más intelectuales, o al menos creo que eso aplica con escuchar ciertas cosas demasiado formales. Como ser insincero. Eso me pasó viendo Ghost World: los discos de blues que Enid pone en su cuarto mientras se viste son increíblemente tristes y ahora me parecen preciosos, cuando hace 10 años los habría detestado casi biológicamente. Nuestros organismos crecen y también desarrollan gusto. Quizá es bueno, al final uno escucha algo acorde a su edad. Y sigue descubriendo el mundo al ritmo que le corresponde. Lo cual, no obstante, no deja de ser triste, porque sólo confirma lo que ya sabemos desde siempre, que crecer sólo echa todo a perder.

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