21 jun 2010

te voy a extrañar, Carlos



Me enteré de la muerte de Carlos Monsiváis en el medio tiempo del partido de España-Honduras del Mundial Sudáfrica 2010, el juego era peor que aburrido, se limitaba a España aplastando a una selección centroamericana que ni siquiera jugaba. Siempre me ha desagradado, y mucho, el futbol español: preferiría usar una playera de Estados Unidos que una de España: mientras que los gringos constituyen nuestro presente penoso, los baturros nunca han sido otra cosa que nuestro pasado absolutamente aburrido. No es sólo futbol: mientras que los estadounidenses, con todo y sus Starbucks y McDonalds y sus Obamas, aportan gran parte de la producción cultural de relevancia del mundo (y por favor, no hablo de Paul Auster ni Lost), a los españoles siempre les ha bastado con regocijarse en su pasado rupestre, lleno de toros ensangrentados y la eterna cacofonía que, irremediablemente, ha mermado su literatura y su música y sus construcciones mentales. Desde el principio me ha extrañado que Michel Houellebecq se exprese con cierto optimismo de España, aunque viniendo de un francés, debe de ser algo así como cuando un defeño visita Guadalajara. No, público del gremio, no me emocionaría irme becado a Madrid: no se me ocurre un arte más pretencioso y fuera de tiempo que el español (piensen en las galerías españolas de rigor en MACO cada año y estarán de acuerdo conmigo en que recorrerlas es tan emocionante como ir a una tienda de azulejos de las que están sobre División del Norte). Sin agregar la continua e injustificada exaltación a España como candidato para salir campeón de Sudáfrica (eso no va a pasar, lo saben, lo saben muy bien), el partido se resumía a ver a un matón escolar tallándole la cabeza a Centroamérica, por quien tampoco siento mucha empatía. Al medio tiempo del partido puse el cassette del soundtrack de la película de las Tortugas Ninja y hacía zapping en mute cuando, en canal 9, vi un féretro en lo que a todas luces era Bellas Artes y su foto, siempre triste, detrás; entonces me preocupé, puse stop y le subí al volumen de la tele: la preocupación no duró mucho, todo se hizo demasiado obvio cuando Elena Poniatowska se despedía de él en un estrado, leyendo de una hoja, bajando la boca en cada párrafo para acercarse al micrófono, en una especie de símil de respiración en público (de la misma manera en que algunos bateristas tocan como en zancadas). Yo me había tapado la boca y sentía un hueco en el estómago. Unos minutos después de la noticia, ya sin la mano en la boca, sentí una especie de culpa o bad timing. El año pasado volvía a escuchar mis cassettes de Michael Jackson tras años de no hacerlo, y un par de semanas después él, mi primer ídolo, moría. Este año la culpa podría ser más grande, o por lo menos de un gusto un poco peor: hace días, en pequeña visita a casa de Tamara, tuve el atino de regalarle una biografía Sunrise (sí, esas con las que hacíamos la tarea de niños). Le gustó tanto, y a mí me gustan tanto esas biografías, que quedamos en que compraría varias más y hacer un miniartículo vacilador para la revista (si no pasa nada extraño, hojeen la Gatopardo de Julio-Agosto en su Sanborn’s favorito –aunque todos son bonitos). Entre personajes como Colosio, Fidel Velásquez, José Luis Cuevas y Benedicto XVI, aparecerá Monsiváis, con su cara triste y humilde. Me imagino que hasta no ver el grado de vaciladorez que tendrá el miniartículo (y de esto, supongo, se hará responsable el departamento de diseño) no podré sentir ningún sonrojo, pero mientras tanto no dejo de pensar que Junio es el mes en que mueren mis ídolos.

Mi primer contacto empático con Carlos Monsiváis fue la mañana del 4 de mayo de 2004, el día de mi cumpleaños… y el de Monsiváis. Yo iba a la Enap en la tarde, de manera que desayunaba plácidamente en mi casa, veía (por cacicazgo sobre los medios de mi madre) Hoy, y pasaban las efemérides del día. Siempre me he quejado que nadie famoso había nacido el mismo día que yo, y ese día me enteré de lo que había ocurrido: nacía el sujeto que inventó el piano, los indios vendían Nueva York por cuentas de vidrio… y nacía Monsiváis. Me emocionó, de todos los personajes mexicanos que podían haber nacido el 4 de mayo, creo que Monsiváis era inmejorable. En aquel entonces, con 21 años apenas, nunca lo había leído, pero por las veces que lo escuchaba en televisión (por una u otra razón) me caía bien, se escuchaba como un incendiario elegante (que son, de hecho, los únicos incendiarios). Poco después tuve mi primer encuentro: en clase de Teoría del Arte, ante la evidente carencia de bríos por parte del alumnado (leíamos a Baudrillard con resultados más bien lentos), nuestro profesor había cambiado la lectura a otra que diera mejores bases, así que leímos Notas sobre la cultura nacional de Monsiváis, en un tomo editado por El Colegio de México. Explicaba cómo el 68 había cambiado la percepción de las personas ante el país, cómo ante la falta de cohesión nacional, la institución trataba de suplirla con orden y apego, mismo que se había desvanecido tras el dos de octubre. También hablaba del drama rural trasladado al drama del arrabal en las películas de los 40. En fin, Monsiváis era, comparado con las lecturas anteriores (Platón, Kant, Baudrillard, Schiller y esas madres), un acceso un poco menos común a ciertas ideas que eran necesarias (y también esas ideas eran nuevos accesos). Hubo un momento (prolongado por semanas de revisiones) en el que supe que me definitivamente gustaba Monsiváis: algunos de mis compañeros intelectualmente menos dotados (y en ese grupo no eran pocos, odié ese grupo como pocos) renegaban con los argumentos más fabulosos que había escuchado: se quejaban de que Monsiváis usaba las palabras más difíciles que encontraba para decir cosas bien simples. Cuando alguien, con mirada compungida y gesto abotagado, que parece de duda (pero nunca suele ser de duda), que leía de fotocopias y no sabía pronunciar los nombres de los directores de las películas de la Cineteca que veía, que iban al día de la danza al CNA, que cuando le preguntas qué música le gusta te dice que de toda (y eso definitivamente incluye cumbias), que ostenta la más grande cara de circunstancias que has visto te dice algo como eso, simplemente no puedes decirle nada, salvo que su comentario es lo menos intelectualmente dotado que has escuchado. Dadas las primeras lecturas del estudiante de artes visuales (textos pesados que no deben leerse una vez acabada la carrera), Monsiváis representaba un conjunto de ideas frescas disfrazadas de anécdotas difusas. Las mejores ideas siempre –siempre- son las que vienen disfrazadas. Cuando tu educación básica como artista comienza con dicotomías más bien groseras como la de arte-artesanía o con conflictos estéticos o callejones sin salida en términos de economía y posición (como ‘¿debo vender mi obra, necesito de un público para que exista?’ y así), se entiende –supongo- que toparte de frente con Monsiváis pueda ser difícil, pues se trata de ideas cuya aplicación práctica puede antojarse complicada (y eso se agrava cuando el 50-60% de los estudiantes se dedican al grabado, o como yo le llamo, el autobús de 1ª clase de la carrera de Artes Visuales). Mientras un creciente número de estudiantes se interesan en algo que ha terminado por llamarse ‘lo urbano’ en su trabajo y proyectos de tesis (no creerían la cantidad de gente que le interesa el tema en sus muchas variaciones en la escuela), la lectura del problema vía los libros de Monsiváis, un poco más allá de lo pintoresco de los edificios, el paisaje urbano y la gente pobre, suele ser, extrañamente, poco considerada. Es como si, cegado por el simulacro de las urgencias artísticas poco profundas (como los artistas que se esfuerzan por llevar comida a gente a la que no le interesa el arte pensando en que el arte hace trabajo social), uno pensara que los conflictos de la urbe son causados por los atinos y ocurrencias visuales o las injusticias sociales, ignorando las minihistorias, los microactos, los momentos usualmente despojados de la severa monumentalidad de las urgencias groseras, que son los que verdaderamente mueven a una ciudad (no, no voy a citar a Calvino, me gusta, pero este no es esa clase de blog). A diferencia de tantas voces autorizadas (encabezadas por escritoras seniles y escritores ancianos que viven de sus rentas) que, con la edad, cada vez les cuesta más colgarse el micrófono en los segmentos de opinión de los noticieros, Monsiváis siempre conservó el tono provocador e incendiario, insisto, con elegancia: cuando en la televisión se discutían grandes temas nacionales, ya fueran vergüenzas monumentales o celebraciones jubilosas, Carlos siempre se mantenía al margen del recuento grandilocuente, nunca echaba mano de la crítica fácil, nunca era el aguafiestas obvio, y sus comentarios siempre terminaban saliéndose por un punto que nadie había previsto, siempre manteniendo el tono mordaz, que siempre se agradecerá. Así como siempre acuso que el performance tipo Mike Kelley o Paul McCarthy es una cosa que simplemente no se da en este país a pesar de tener condiciones mediáticas y de consumo estructuralmente similares a las de Estados Unidos (cómo se reciban es otra cosa), es de celebrar que haya existido un agresor de la institución con tanta fiereza en un país que, casi por automatismo biológico, se prestaba con todo para ello y de los que, no obstante, tanto carece. Cierto, tenemos voces valientes y arriesgadas, como Fadanelli o Yepez pero, a diferencia de lo que se diría normalmente, que nunca habrá otro como Carlos, la verdad es que debería haber muchos como él.

Siempre he dicho y aceptado que este blog es una copia algo burda de David Shrigley y Mario López Landa (al menos cuando no se trata de complejas y prolongadas teorías sociológicas, como cuando les digo que Cortázar es peligroso y que Radiohead le hace daño al mundo), pero, de algún modo, siempre me ha gustado pensar que hay un algo de Monsiváis –en copia burda aún, sí- que me hizo comenzar con los posts mala onda que ustedes conocen.

Como se entenderá, una parte de mi gusto por Monsiváis viene de la incomprensión del entorno en el que lo descubrí, es algo que en su momento me enojaba y que aún lo hace. Hace unos años, en una fiesta en 2005 con MarioFlores y Tamara, les decía que cuando Monsiváis muriera entonces sí se iba a acabar todo (M.Flores dijo lo mismo que mis compañeros de clase, pero yo estaba comiendo papas). Con su muerte, todos los estados de Facebook y tweets jugarán una especie de nostalgia injustificada por su partida, en algo que no está demasiado cerca de la hipocresía pero sí lejos de una empatía genuina. Por eso, no sé si pueda hablar por todos, pero en lo que a mí concierne, Carlos, te voy a extrañar.

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