10 feb 2010

hoy sí te la quedo a deber




Cuando iba en diseño en la Enap, mis compañeros, amigos cercanos y en ocasiones los maestros teníamos todos un blanco común: el asshole (pronunciado el ásjol). Este tipo era increíble, llegó un lunes al salón, habiendo escapado del turno vespertino, y a los 3 días ya era apuntado como el tonto del pueblo. Lo curioso del caso del ásjol es que no era un teto al que le gustaran los pumas y todos se lo cabulearan por vivir debajo de un puente, no, decía que quería ser rico, hacer mucho dinero, vivía a unas cuadras de la Del Valle (aunque él aseguraba que la Santa Cruz Atoyac ya era la Del Valle), era un electrofreak fan de las compus y la música electrónica tipo Tiesto o Armin Van Buren. Aparte de sus ojos rasgados, no era particularmente feo, y siempre andaba con chicas fresísimas. Era un yippie perfecto, como si Douglas Coupland hubiera escrito Shampoo Planet 10 años después (estamos hablando de principios del 2002). El ásjol abía su lugar, se movía en él; de hecho, en un par de semanas ya andaba con una de las chicas asediadas por el sector masculino del salón (ni la chica ni el sector masculino merecen mucha mención: muchas chichis por un lado y mucho pelo peinado para atrás por el otro). Las pocas veces que trataba de salir de posición, él mismo notaba su falta y regresaba: quería ser hippie (o así decía), fumar mota y ser relajado todo el tiempo, pero sus audífonos de Dj de $3000 y sus bermudas de Astral Freaks no le dejaban. En una ocasión dijo –me contaron- algo así como ‘es que para eso de las corrientes estoy bien güey’. Creo que sabía que el salón le menospreciaba un poco, pero no parecía importarle. No era malo, sus intenciones eran relativamente nobles, pero no era suficiente. Lamentó que me hubiera rasurado diciendo que entre más barba tengas más atractivo le parecerás a las mujeres. En fin. Una vez, en clase de estética, preguntó cuánto costaba el David de Miguel Ángel, y cuando se le explicó que se trataba de un patrimonio mundial insistió: ‘sí, bueno, ya sé, pero si se vendiera, por decir, si se pudiera vender, ¿como cuanto costaría? Nuestra maestra era otro caso: una mujercita que antes de entrar al salón le decía a sus alumnos hombres que le ayudaran con la bolsa de Liverpool donde guardaba las tareas que recibía –el argumento era contundente, eran hombres, la maestra una dama- y que al describir arte prehispánico simplemente no podía pronunciar palabras como ‘pene, vasija en forma mamaria o figurilla masturbándose. También se le iba la hebra (amo esa expresión, pero no me gusta usarla) y se ponía a contarnos, por horas, cómo los hombres se le quedaban viendo las piernas en el metro y cómo otro intentó tocárselas y ella le pegó con su bolsa (tal vez debió pedirle ayuda a otro hombre para pegarle al agarrinche). La verdad no podías culpar a esos hombres imaginarios agarradores de piernas, tan malos ellos: aparte de una expresión de constante incógnita y miedo en su cara y de hábitos de belleza propios de la educación femenina de la clase media, la maestra, siendo honestos, se defendía, no tendría más de 33. O tal vez no se defendía en lo absoluto, no sé, en ocasiones me siento atraído por chicas relativamente feas. Debe ser una especie de patología sexual, pero sería una patología sexual políticamente incorrecta y seguro nadie apoya la moción. El caso es que nuestra maestra hizo lo que pudo dentro de su salario pagado por la UNAM para explicarle al ásjol que nuestro sistema cultural impide una pregunta como ‘¿cuánto cuesta el David?’, pero él quería una cifra, y en cuanto se cansó volteó hacia mí: a ver, Roberto, explícale. Debo decir una cosa: a pesar de todo, esta era mi clase favorita, me movía como pez en el agua en ella, participaba, era el consentido absoluto de la maestra, un cretino sabiondo de 18 años, y emocionarme estudiando estética eventualmente, junto con otras cosas, me alentaría en mi decisión de cambiarme a la carrera de Arte y dejar ese punto ciego de Dios llamado Diseño y Comunicación Visual. Si son lo suficientemente perspicaces y suman todos los factores, entenderán que el momento en que la maestra me pidió hacer su trabajo para con un alumno de capacidades diferentes yo estaba en el lugar y situación correcta: apasionado de la discusión estética más puritana, antipático con el enemigo común, ligeramente atraído por nuestra pequeña e indefensa maestra, detractor – en aquel entonces- de la sola idea de dinero en una obra de arte (y estábamos hablando del David). Yo hice lo más elegante que pude: volteé sobre mi banca, brazo apoyado sobre el respaldo, y le dije que ya no se trataba de un objeto cuantificable, sino de un ícono invaluable, y que no se podía decir cuánto costaría. Debí rematar con un ‘¿algo más, querida?’. El ásjol suspiró un ah, bueno y se acabó. Esta elegante anécdota no es el tema de este post, pero arranca más o menos con lo siguiente: como todos los tontos de profesión, el ásjol siempre te hacía la plática, te decía cosas, te miraba mientras te las decía para ver tus reacciones, creía que estaba llevando a cabo una conversación. En una ocasión, creo que afuera de una tienda, me empezó a contar las revelaciones que tuvo en la semana: un sujeto, creo que un vagabundo, le dijo algo así como que las chicas tontas, las que eran guapas e iban por la vida olvidando fechas y tirando todo, bailando la canción de moda, rompiendo corazones, sin muchos objetivos, eran las que tenían la verdad, que ellas detentaban los más grandes problemas filosóficos. El ásjol le preguntó ‘¿en serio?’ y el vagabundo le dijo que ‘¡claro que no, esos somos nosotros, pon atención!’ Quizá después de eso le pidió dinero: el único valor de los vagabundos (o hablando más concretamente, la única cosa que hacen por la que tal vez quieras recompensarlos) es cuando te disparan con un momento de revelación. En esto la risa no sirve: un vagabundo no te hace reír porque este humor no deja de ser muy amenazante en manos de un vagabundo, en cambio, cuando te quieren compartir la basura que se han inventado viviendo en la calle piensas que se están abriendo contigo. Es parte del culto a la gente dispersa, como la de ser un vagabundo à la Bukowski y escribir verdades en servilletas, hacer declaraciones con prosa de taxista, sin alzar mucho el tono de voz. Es por eso que Paul Auster vende tan bien. En fin, el caso es que recordé esta cosa que le contaron al ásjol a propósito de otra cosa que leí y de otra en la que pensé. Hace más de diez años leí una entrevista con Borges en la que le preguntaban qué prefería, la inteligencia o la bondad. Respondía que no podía escoger porque van juntas, la gente inteligente es buena, la gente estúpida es mala. En su momento y hasta la fecha estoy demasiado de acuerdo con eso. Es ahí cuando se me ocurrió esto: pensaba en alguien que conozco hace poco, es una persona de hueva absoluta pero muy buena persona, muy noble, linda, ya saben, todos somos amables y valiosos. Lo que más me trastorna es que es alguien que simplemente se limita a no decidir nada, a dejar que el mundo le pase rozando los oídos, cara y cabello, que el mundo le quiera, le solicite. Un ejemplo estrictamente perfecto del término ‘resignación femenina’. Si debía resumir, me veía obligado a decir que se trataba de alguien muy buena onda pero una puta hueva. Para mí esto no encajaba, me incomodaba tener que verla así, como una especie de contradicción de términos, ambos igual de ridículos. Cuando recordé la cita de Borges no sabía de qué lado entraba, pero sobre todo, me molestaba poder verla así cuando conmigo suele ser relativamente buena persona. O algo así. La gente mala nunca es inteligente, pero, ¿puede alguien ser estúpido pero bueno? Sé que no hablamos de silogismos de libro de lógica, sino de personas, de variables, sin embargo, me gusta apegarme a la ecuación ‘bueno-inteligente, malo-estúpido’ porque no es gratuita, para nada es gratuita. Y además, es Borges. Si decimos que alguien estúpido puede ser bueno estamos pensando que la bondad se limita a no hacer cosas malas, a dejar que las cosas pasen sin meter las manos. No parece haber mucho libre arbitrio en eso, es como ser un animal. Los animales no son buenos ni malos: son útiles (como los bueyes), o son objetos de ornato (como los gatos o los hurones), o son tiernos (como las foquitas), o son empáticos (como los perros), pero no son buenos ni malos, eso es lo que hace horrible la vida animal: cuando el lobo devora al venado no es malo ni bueno, sólo es algo que pasa entre animales; lo que hace horrible esta carnicería es que no hay trasfondo moral. Así nacieron las fábulas. Regresando al caso de mi conocida poco brillante, poco interesante, poco emocionante, pero que me apena considerarla así porque también es buena, noble, linda, pienso que tal vez confundimos la forma en que una persona se conduce en el mundo, ante la humanidad, con la forma en que esta persona se porta con nosotros, cómo nos trata. Deberíamos estar hablando de bondad, de algo absoluto y severo (como lo es Borges), pero lo hacemos de una manera ligera, tolerable, apenas relevante. Es lo que entendemos como “ser buena persona”. Si somos igual de severos, alguien a quien le basta con dejar que el mundo le despeine (un poco) y no moverse en él, realmente, en serio, realmente, estamos hablando de alguien no particularmente bondadoso: no está involucrado con el mundo ni con la humanidad, sólo está en él, pero esto tampoco le importa. Es por eso que lo que más me movió de Céline después de leer Viaje al fin de la noche es que se sentía un amor por la humanidad gigantesco: cuando describe a la mujer que aborta y a su madre que no la quiere llevar al hospital porque le preocupa qué dirá la gente del pueblo, cuando habla de los negros con sus tambores, cuando habla de lo miserable que alguien puede ser, puede parecer duro, pero era su manera de relacionarse con la humanidad, y creo –estoy muy convencido de esto- que hay más amor en esto que en esta persona que le da igual y deja que las cosas pasen alrededor, casi por gravedad, que no es antipática contigo porque sigue el contrato social. En dos acepciones, no está haciendo nada: no está haciendo algo y está haciendo nada. Dejar que tu relación con el mundo se resuma en la brisa que te despeina, en las cosas que pasas y tú tomando las que te sirven y dejando las que no, es cero. Y como dice Douglas Coupland en Microserfs: Cero al infinito es cero (gracias a Elso por el dato, aún no lo leo). Y sonará escandaloso (sobre todo para mí, a ustedes qué les importa) decir que esta persona es mala, pero tienes que redefinir (o conseguirte por primera vez una definición) de lo que es ser bueno y ser malo. Y no involucrarte es malo, y es estúpido. Y cuando rebasas esta barrera de llamarle a alguien estúpido y malo aunque te salude efusivamente, aunque te felicite en ciertas ocasiones que lo ameritan, aunque te sonrían, te das cuenta que somos tan insignificantes y soberbios que pensamos que el mundo está para nosotros, y no es así, somos parte del mundo. No sé cómo seguir explicando esto, mis conclusiones, creo, son simples: todo es un problema ético-moral. Y a los filósofos que lean este post les parecerá muy torpe y casi juvenil (como a mí me parecen torpes y juveniles otros blogs). Lo que no sé cómo explicar es que, aunque suene increíblemente pesado, y ridículo, y pretencioso, y soberbio, tener una cosa ético-moral no es precisamente como hacer pesas o correr en las mañanas. Sobre todo por que nunca he corrido (literalmente me moriría). Quizá lo que nos mueve sea algo más rasposo, más difícil de sostener entre las manos, pero no sé cómo decirlo.

3 comentarios:

Octopus Queque dijo...

Como siempre monsieur Bob, yo estoy de acuerdo con usted. El problema de todo es convertirlo en un problema moral, lo cierto, Lo único que la vida ha podido darme casi como un axioma, es que todo, TODO es un problema ético moral. Lo de Borges es excelso. Hace poco, un amigo que está estudiando esas cosas de física y no sé qué más, tiene una clase de Inteligencia Artifical. Y me preguntó si las máquinas piensan o, en su defecto, son inteligentes. Siguiendo el término según la RAE, la de la capacidad de hacer algo, creo que las máquinas sí son inteligentes, pues al ser programas puedes hacer cosas. Pero no creo que piensen, porque no tienen una autonomía, no se crean a sí mismas y no tienen ética. Es decir, yo siempre he pensado que si una máquina no diferencia entre la bondad o maldad de matar a un ser humano, no podemos decir que piensa, o en un término más correcto, no razona (sin raciocinio). Hace poco vi Fast Food Nation de Linklater y al ver una máquina destrozarle una pierna a un mexicano ilegal trabajando en una fábrica de carnes, me di cuenta de que la vida es algo bien cabrón y que la máquina no tiene bondad ni maldad, es más ni siquiera piedad. Si su código indica que si te caes te destroza un miembro, la conclusión es que si caes, adiós pierna. Una persona puede dudar todavía el matarte o no. Todo es un maldito problema ético-morial y robot el que diga que no.

Ah, bueno, no sé. Es mi filosofía barata jaja.

Saludos y besos monsieur Bob! Y gran cita de coupland! En jPod la pone más acá, porque dice "un millón de veces nada, sigue siendo nada". ¿Dónde puedo cnseguir planeta champú? creo que lo necesito...

Anónimo dijo...

Amigo Bob, el otro día leí este post y me quedé pensando, porque por la tarde, cuando leía un librillo una frase me lo recordó bastante (aunque ahora mismo que me dispongo a transcribirla me pregunto por qué):

"Me gusta trotar cada mañana porque afloja la tristeza. Cuando sueño con cierta chica lo sé aunque no lo recuerde. La sensación de ausencia en el pecho me lo dice. Trotar ayuda, por eso hay tanta gente trotando al amanecer"

Ahora bien, desde el principio, cuando empecé a leer la novela pensé que debería hacerle la siguiente pregunta, amigo Bob, porque el estoy casi seguro de que el epígrafe pertenece a una frase de los simpsons pero no puedo recordar de qué capítulo (el ojete del autor no pone referencia):

"Tú me recueras un poema que no logro recordar, una canción que nunca existió y un lugar al que jamás habría ido" ¿Le suena? Creo que es del abuelo, pero no estoy seguro.

Anónimo dijo...

Por cierto, el librillo se llama "Érase una vez el amor pero tuve que matarlo (Música de Sex Pistols y Nirvana)" y es de un colombiano llamado Efraim Medina Reyes. Vale la pena, si por ahí lo puede encontrar.

Saludos, amigo Bob.