12 jun 2008

Lamento lo fácil que es hartarse por aquí últimamente. A falta de nada más, vuelvo, sólo por esta vez, a los textos et al, pero por fin pude traducir esto, helo aquí: un ensayo de Wyatt Byrnamm, publicado originalmente en la revista État D’Alerte, no. 74, abril-mayo 1991. Sé que ya he posteado cosas de este sujeto, ingoogleable, pero existe. También Manuel Joseph es ingoogleable, y me consta que también existe. Según leo en la fotocopia de la contraportada de un libro que tengo de él (del cual me hice por pura casualidad, ah, el cele), daba clases, se suicidó a los 35, escribió unos cuanto libros y se publicaron póstumamente. Etcétera, así pasa. Como sea, a mí me gusta. Gracias, vuelva pronto.


* * *



La Felicidad es algo deseable

¿Por qué somos tan infelices? La respuesta más simple pareciera paradójica: Porque intentamos ser felices. El intento es una posibilidad de fracaso, la posibilidad en sí misma no. El ensayo-error no representa un medio de aprendizaje ingenuo sino la evidenciación, casi siempre angustiosa, de nuestras aspiraciones más humanas. Los ejemplos que atinadamente suele usar la psicología son representaciones a escala del mundo: un chimpancé observa, uno creería que con ansia, un plátano colgando del techo de su cautiverio y se constriñe por no poder alcanzarlo. Apila unas cajas y logra hacerse del alimento. Éxito, ocurre el aprendizaje y el animal es feliz. O hay otro ejemplo, este menos enfocado al estudio psicológico y más una metáfora doméstica de perseverancia, me lo contó mi madre cuando muy niño: un sujeto va corriendo por el parque y descubre, así, de la nada, un muro alto. No existe otro camino, hay que saltar el muro o dar la vuelta. Aquí, lo recuerdo, yo contestaba que volvería sobre mis pasos, descansado tras la evasión de la decisión y seguiría corriendo. Si la actividad de correr alrededor de un jardín me parecía lo suficientemente anodina ya de infante (e insufrible, dada mi endeble salud respiratoria), la engorrosa tarea de sortear obstáculos no hacia más que reforzar mi idea: es un simple muro, el sujeto hipotético sólo está corriendo, dé la vuelta y siga ejercitándose. Pero mi madre corregía, sin solemnidad pero con certeza: el que responde que volvería sobre sus pasos es un cobarde que prefiere evitar los problemas, mientras que el heroico atleta que decide ensuciarse las manos y salvar la barda equivale al individuo tenaz que toma a la vida por los cuernos y triunfa. Y triunfa, me quedaba pensando. Yo pensaba en un parque real y un muro real, con leyes reales, uno al que uno ha llegado demasiado tarde como para organizarlo a su gusto: tras unos cuantos intentos de escalar, muy probablemente se acercarían policías a detener al tenaz luchador. La valentía y el heroísmo siempre conllevan un cierto grado de estupidez o por lo menos de ingenuidad. Después de todo se trataba de alguna enseñanza de sencilla, muy probablemente la habría sacado de alguna revista, sin embargo, desde entonces la idea me resultaba fastidiosa: o tomas el riesgo, te cansas, sufres y eventualmente triunfas, o rechazas las responsabilidades de tu propia suerte y resultas ser un fracasado. Desde que tengo memoria, mi nivel de competitividad es deplorable: no es la del obrero o el trabajador promedio que se empeña por todos los medios que le es posible no hacer su trabajo, sino la del espectador pasivo y aun así sofocado desde el principio que sufre de ver las posibilidades de la competencia, asqueado del sudor y la piedad ajenas. El chimpancé exitoso, con su plátano pintorescamente pelado y medalla al pecho, no tendría que pasar por los vericuetos que pasa en el laboratorio si se encontrara en su habitat natural, donde la supervivencia exige más que erigir torres de madera. Podría decirse que esta lucha animal por la vida exige mayor esfuerzo, sin embargo, en la fábula del simio, vemos el guión cinematográfico de un drama humano: el animal es forzado a luchar, a entregarse al mundo –o por lo menos a un mundo que no le pertenece en principio-, vemos cómo aparece la evidente responsabilidad de su propia alimentación y tiene que llevar su papel a cabo: el espectador en su butaca observa la forzosa tarea de alcanzar el alimento, el animal muestra síntomas de angustia pero sale avante y culmina con la conquista del mundo. El chimpancé es obligado a sufrir, no a sobrevivir, sin embargo dicho sufrimiento no existe realmente, pues no está enterado que está obligado a triunfar, así como tampoco tiene plena conciencia de su eventual muerte, lo que le evita la angustia, la desdicha.
¿Cuál es el sentido de la vida? A la solemnidad de la pregunta (una solemnidad no requerida) se interpone el tono desentendido y visceral que contesta, sin ánimos de amargarse: “Ser feliz”. Nuestro objetivo, el blanco de la vida es, pues, ser felices. Pero, ¿por qué ser feliz? De nuevo una difícil. ¿Por qué la pregunta? Otra vez se erige un teatro complicado donde antes sólo había buenas intenciones, como en el calvario del chimpancé. Ya hemos escuchado hasta el hartazgo que nuestra sociedad es la más triste que ha habido en la historia de la humanidad, sin embargo los síntomas siempre son engañosos: el aumento en los llamados deportes extremos como sustitutos de una vida más interesante, en el número de suicidios en temporada decembrina, la depresión, todo esto no indica sino que hay gente pasándosela mal, pero convendría más atender a los preparativos de la batalla que a las víctimas de guerra. Los niños son enviados a encarar el mundo desde sus pupitres, armados de mochilas demasiado grandes para sus espaldas, regresan al cuartel filial con noticias del frente: un ojo morado, buenas calificaciones o el fracaso tatuado en la frente. A grandes rasgos, cuando se es niño, el frente de ataque se reduce a salir airoso en la repartición o evasión de la tortura aplicada por los propios soldados o, en menor, y a la larga escasamente apreciada medida, la obtención de condecoraciones oficiales. Si se rebasa a los heridos se llega a diversos monumentos y procesiones del escarnio: el cuadro de honor, la escolta, el abanderado, el diploma al final de cursos. Los que aún conservan los vendajes se limitan a observar, apretando los puños lesionados, al airoso y el vividor.
Pero, en el fondo, la verdadera batalla no se lleva a cabo en el exterior, en los salones de clases ni en sus continuaciones, las oficinas y despachos, sino en el hogar. Uno de los pocos derechos que tienen los ciudadanos de este mundo es el más insaciablemente extinguido por la sociedad productiva: el ocio, el tedio, el aburrimiento. ¿Qué representan esas bajas del regimiento que constituyen los que mueren de hastío en sus casas, los que ‘pierden el tiempo’? El sistema implica que estos sujetos no deberían estar acomodados en la desidia que brinda el sillón (a menos que estén viendo televisión, lo que hace que vean comerciales y estén a la mitad del camino a la ciudadanía contemporánea: el consumo), sino que deberían ser productivos –tiempo es dinero-, deberían estar pasándoselo bien, deberían estar andando, en movimiento. ¿En serio? Los embates del mundo que exige la mayor de las diversiones y el menor de los esfuerzos bien podrían estar equivocándose de oponente. Pero concentrémonos en ejemplos, de acuerdo a esta idea de ocio y el malgaste de tiempo, más simples y anodinos. Piénsese por ejemplo en la ya mencionada temporada navideña: un sujeto ve televisión, le anuncian, con esa manera tan directa e indiferente, que esta navidad se lo estará pasando de maravilla con sus familiares o amigos, abriendo botellas de vino, comiendo hasta engordar (y con una sonrisa llena de sorna le dicen que también deberá pensar en eliminar el sobrepeso a lo largo del año que se avecina), recibiendo regalos, sonriendo con dientes perfectos y con una compañía atractiva. A decir verdad, nuestro conejillo de indias teórico ve este comercial el 24 de diciembre a las nueve de la noche, no planea pasarlo con nadie ni cenar viandas corpulentas porque no acostumbra cenar; desde joven vio la separación de la familia como una especia de obligación (una obligación impuesta en otro tiempo más ingenuo, la rebeldía y la independencia del supuesto yugo familiar fue un error mercantil, una familia aporta más al mundo –hijos, propiedades- que un solterón; después le informaron que debería consumir a lado de los suyos, pero ya era demasiado tarde), quizá reciba llamadas telefónicas pasada la medianoche, pero de su aparato no saldrá nada, y lo más probable es que para cuando los gritos y los abrazos se hagan audibles en los hogares vecinos él ya esté durmiendo. Y entonces nuestro sujeto teórico se parte en dos e interpreta dos papeles para nuestro experimento: en uno, se entera que deberá pasárselo bien por las vías usuales, que deberá sonreír mientras consume sus alimentos, que deberá llamar a todos sus conocidos para recordarles que ellos también deberán estar pasándoselo bien, que deberá producirse una sobremesa ligera, basada en la empatía y no en alguien en particular, que debería hacer regalos. Nuestro sujeto ‘a’ participa de los negocios e intercambios que representa la vida, o que más bien remedan la vida. En su otro papel, nuestro sujeto ‘b’ se entera de todo esto y se constriñe ante la imposibilidad de llevarlo a cabo, la omisión de todos estos factores lo hace sentirse fracasado: un sujeto obligado a ser feliz que no lo logra, entonces decide terminar de una vez y, en un acto de cobardía (pues sabemos que matarse a uno mismo es una cobardía) se tira de la ventana de su departamento o practica algún tipo de suicidio doméstico. Nuestro sujeto menos afortunado ha perdido su ciudadanía y es llevado al cementerio, pierde su lugar en la cadena de acontecimientos triviales que lo atosigaban y deja de ser humano –ahora es comida para gusanos-, deja de ser posible heredero –su madre y sus hermanas se repartirán sus muebles, regalarán sus libros y su ropa al hijo universitario de alguna conocida-, deja de ser motivo de posibles alegrías, como una boda o un nacimiento, y se convierte en pretexto para el silencio y la solemnidad que a partir de ahora acompañará su recuerdo en algunas personas. Volviendo al terreno de batalla, si los historiales fúnebres fueran llevados a cabo por la sección de contabilidad de las empresas el dictamen sería: usuario pierde la vida. Por lo menos –suele decirse- ya no sufre. Vaya, un pequeño grado de conmiseración, aún al final de su vida, a nadie se le niega el acceso al mundo que es este mundo.
Como sea, la obligación es pasárselo bien, estar contento, ser productivo, disfrutar la vida. Los cumpleaños son otro caso ejemplar: se celebra la propia existencia con frenesí, como si fuera la más grande de todas las mandas del ritual de vida.

-¿Y qué vas a hacer en tu cumpleaños?
-Mmm, nada.
-¡Oh, qué aburrido!

Aquel que decide aburrirse solo es tildado de hostil, incluso la pérdida de tiempo que la diversión puede suponer en el mundo de la producción suele trasladarse, en maneras extrañas, al caso del cumpleaños: no celebrar tu cumpleaños con furor equivale, en el campo del entretenimiento, al mal uso del tiempo y los recursos que supone la improductividad en el campo de los ministerios y las administraciones humanas. Quien va a cumplir un año más del tedio, está condenado a ejercer su papel con fidelidad: divertirse, alcoholizarse sin vuelta atrás, ser feliz, ser jodidamente feliz. Nada más importa.

-Pero deberías estar contento, es tu cumpleaños.
-No se me da la gana estar contento.

Y el pobre se amarga la vida porque no tiene amigos, piensa sin mucha seriedad el entusiasta que ha accedido, sin ser requerido, a conmiserarse del otro. Pero esta posición ante un entorno en el que el olvido y la sucesión del deseo más brutal dictan el orden de los días representa una posibilidad positiva. No a ser feliz, sino a fracasar en la búsqueda de la ansiada felicidad. Estoy convencido de que el fracaso puede revestir ese cariz heroico, de que el fracaso puede ser un acto afirmativo. Pero parece, no obstante que el que falla en su intento de felicidad resulta, por obvias y muy vulgares razones, un infeliz y un amargado, porque seguramente no lo ha intentado bien, porque podría ser feliz pero no lo es, no se le da la gana. Para el emprendedor feroz, es odioso ver al haragán o al vagabundo en el suelo ocupando un espacio que podría ocupar un comercio exitoso o unos cuantos metros cúbicos de barras de oro. De manera análoga, ver al triste o al depresivo haciéndose cargo de su propia existencia sin gozar de una alegría ingenua y sana en medio de las miríadas de satisfechos resulta detestable, recuerda que existen errores, fracasos, desviaciones. Camus decía que a partir de cierta edad cada uno es responsable de su propia cara, lo cual representa una agradable manera de decir que uno está condenado a sí mismo. Escrutar y procurar el propio rostro resulta casi decepcionante, a menos que uno sea guapo, en cuyo caso será un placer, nos lo han dicho en repetidas ocasiones y maneras, tiene que ser un placer. ¿No es usted guapo o mínimamente atractivo? Pierde su tiempo entonces.
¿Por qué se está condenado a ser feliz? Benjamin decía que uno se encuentra tirado en esta sociedad. Ahora se ha avanzado bastante en el escalafón existencial: uno se encuentra obligado a pararse, aunque la primera condición de este levantamiento sea que es imposible. Se sigue practicando el ensayo y error a sabiendas de que no consiste en una preparación para la vida, sino en un simulacro de acciones que habrán de preparar al joven ciudadano a afrontar las constantes crisis, es decir: vemos al sujeto horizontal en su intento por pararse en una superficie resbalosa, como un alce que ha tenido la mala suerte de entrar en un lago congelado y no poder salir, quemando sus rodillas contra el hielo. Con el tiempo, nuestro sujeto-tortuga volteada se cansa de intentarlo, aprieta los dientes y cae una y otra vez cada que logra elevarse unos centímetros. Cuando ha sufrido lo suficiente como para nunca olvidarlo, una mano generosa lo levanta y le dice que está listo. Su vida es así. Una vida previa deseando levantarse y permanecer vertical le ha condenado a mirar con desdén. Para cuando se yergue la penosa horizontalidad ha mermado su ser. No es posible voltear hacia atrás. Cada pequeña victoria se vuelve motivo de furia y total resentimiento. Nada hay más enternecedor que escuchar historias de piedad contadas por hombres exitosos: multimillonarios, dueños de monopolios, políticos que han logrado pasar por encima de todos los que tenían que pasar, gente que ahora vive la vida con descaro. El relato inicia casi siempre con las mismas palabras: “Yo empecé desde abajo”, o “Empecé a ganarme la vida desde muy pequeño”. Y nuestro personaje televisado de la semana comienza a soltar fluidos discretamente: lágrimas, sangre que emana de las encías, sudor de la sien, bilis. Recuerda cómo ahora –y este es el momento crucial de la historia- le ha demostrado al mundo quién es, el odio y el rencor no se ha ido, pero se ha canalizado en un orgullo y un egoísmo bárbaro aunque, económicamente, de una plusvalía sana, provechosa. Nuestro sujeto logró levantarse pero sigue pataleando en el suelo, retorcido, sanguinolento. El deseo que ha alimentado su vida ha invadido todo el cuerpo, y ahora llega a la meta: nuestro caso ejemplar es un ganador. Logra la felicidad práctica, no añora nada, pero no puede dejar de desear.
Habría que definir esta palabra: deseo. Deseo por sentir placer, deseo por estar contento, deseo por competir, deseo por sobrevivir, deseo por alcoholizarse hasta el punto del olvido. Al final del día nuestro sujeto teórico ha decidido abandonar todo intento de reincorporarse, en el fondo sabe que ese intento vano es lo que lo hace tan infeliz; no es el fracasar o el dar la peor de sus batallas cada vez sino la idea de que debe intentarlo, de que debería disfrutarlo, lo que verdaderamente le agobia. Este juego de vivir la vida dejó de ser divertido cuando comenzó a alejarse cada vez más del personaje que le correspondía, cuando comenzó a ser crítico. Para ese momento, ya estaba irremediablemente condenado a ser prisionero de sí mismo. Asiste, con una frialdad impecable, a su propia autopsia.
Pero la teatralidad ha sido olvidada de la alegoría de los días y el tono épico del drama doméstico es visto como una antigüedad ridícula, lenta y aburrida. Nuestro sujeto es un elemento incómodo. La sociedad, por lo tanto, se compromete a recordarle, por supuesto, que debería estar feliz, que debería pasárselo bien, que debería, y puede tomarlo como juego o no, vivir la vida. Oh, vaya que lo ha hecho, pero ya no tiene ganas de hacerlo. Y mientras, nuestro desgraciado individuo lleva, en el pecado, la penitencia. En un mundo donde el olvido frenético controla la conciencia y el interés por vivir, la atribución desmedida de importancia para con cualquier cosa es mal vista, eres acusado de aburrido, casi una amenaza.
Piénsese en los centros comerciales, catedrales contemporáneas: el visitante asiste a estruendosas simulaciones de vida en todas sus variantes: la seducción del vestir y la competencia de la moda, los –necesariamente deseables- cuerpos jóvenes en la flor de la vida, todos los servicios para relacionarnos están ahí, desde cafés hasta discotecas o cabinas telefónicas aisladas del ruido; sin embargo, la comunicación está absolutamente vetada. El aglomerado de personas no es impedimento para que marchen sin reparar en el otro, con cierta rapidez, sin detenerse. Y en el anfiteatro de la existencia que suponen los centros comerciales estas trivialidades resultan, de hecho, el campo de batalla real y encarnizado, la bandera del enemigo a la que hay que secuestrar. Así, los fracasados y los perdedores (término relativamente nuevo, esta vez despojado de su antiguo matiz épico para ser suplantado por otro más bien ridículo) están forzados a cumplir su papel, lo mismo que los vencedores ejecutan su ritual de permanencia. Al parecer, la posibilidad de hacerse responsable de la cara de uno sí es deseable, pero desfasa con el orden de los movimientos humanos hoy. Se tiene conciencia de uno mismo y paf, se está condenado. Y sin embargo, juegas tu papel, lo intentas, pero fallas, eso ya lo sabías de antemano, pero te has obstinado en pensar que la distancia en contra con la que te ubicas en la línea de salida no era del todo insalvable, podías pensar en ella, incluso, como una especie de motivación. Craso error. Ése, y sólo ése era tu espacio de combate, espacio mínimo, casi negativo en la escala. Deseas, pero sabes de antemano que cualquier realización está prohibida, así que sufres, y no obstante no has dejado de interpretar tu parte. Te angustia la idea de que tienes que echar a correr aunque no te has dado cuenta que ya has comenzado, y pasas toda la carrera pensando en cuán difícil será decidirse a empezar. Estás cansado, has corrido toda la vida, cada insignificante reto. Las decisiones más o menos relevantes que te quedan no tienen que ver contigo sino con tu imagen: la imagen que proyectas al mundo. Esa es la cara por la que tienes que responder. Deberías estar feliz.
Y otras caras se asoman, son rostros felices, siempre se nos ofrecen, para establecer un odioso punto de comparación y continuar la competencia. En otras ocasiones las imágenes de felicidad se otorgaban sin mala intención: eran síntomas ingenuos de un creciente deseo por combatir. Con el tiempo, el intercambio de golpes en la mirada, en las insinuaciones, en las maneras del decir, del vestir, comenzaron a teñirse de un espíritu que pretendía manifestarse en cada pequeño gesto, por incipiente que pudiera parecer el minúsculo y aparentemente ingenuo impacto. Las cándidas palmadas en la espalda dadas en un tiempo filial de manera indolora ahora pueden convertirse en un roce lleno de seducción, en una tentativa de compra. Y te miras al espejo y piensas “¿Qué podría yo ofrecer en estos negocios?” Todo. En una maquinaria, los engranes inservibles se reemplazan por otros nuevos y se mantiene el equilibrio: equilibrio de un desgaste monótono, de un sistema que precisa de perder energía y sacrificar elementos para poder seguir cambiando y permaneciendo igual. Los cuerpos, igualmente, cumplen algunas funciones en nuestro sistema: la reproducción, la satisfacción, la dependencia, la muerte. Cada cuerpo que se nombra eventualmente se menciona y, finalmente, existe. Alguien más hace el trabajo sin contarnos demasiado de cómo sucedió.
Pero, en algún momento, decides prescindir de los intercambios, te mantienes firme: nada que ofrecer, poco espíritu de lucha, decidido a caer sin emitir ningún sonido, como los árboles, que dependen de otros árboles para certificar su muerte. Por la ventana no se cuela la vida de nadie más y estás tranquilo en tu angustia, sigues teniendo miedo pero es soportable, no eres desgraciado realmente. Pero el conjunto de acciones de otros seres humanos encuentra camino, se hace fuerte, y la batalla se traslada al punto que ocupas en el espacio, ese punto mísero, raquítico. Frente a tus ojos se lleva a cabo un conjunto de canjes y reciprocidades del que te notas ausente, se acabó todo, moneda de cambio, los engranes echan a rechinar en tus oídos, estás listo para comenzar a desear con todo tu corazón.
Las puertas de los aeropuertos se abren cada cierto número de minutos, miles de criaturas son expulsadas de la cálida matriz, otros rituales similares se llevan a cabo en otros grupos similares: palizas de iniciación, bienvenidas sanguinolentas. Pronto los ojos inyectados en sangre del compañero se tornan de un amarillo hepático que no hacen más que despertar un sentimiento de infinita piedad: se está acompañado en esto, por más que se intente dar el aislamiento, siempre habrá alguien que tome las medidas del ataúd y se disponga a devolver el cuerpo a la tierra o al asfalto. Pero la conmiseración dura poco, pronto otra caricia humana propinada con el puño se manifiesta y te hace olvidar, definitivamente, la lástima. El sentimiento de grupo depende del grupo y nada más: los ojos amarillos vuelven al rojo, y nadie recuerda cómo levantarte del suelo una vez más, una vez de más. Las entradas suelen ser así, inolvidables y didácticas, sumamente condescendientes con el nuevo individuo que ignora todo lo que ha aprendido y que aprenderá. Tienes frío pero sabes que no morirás, no es así como funciona, sería un desperdicio. Tus relaciones con el mundo son armónicas y apresuradas, como una melodía entonada por alguien, saltando varias secciones más o menos aburridas. Te dedicas a observar y ejecutar. Los animales suelen ser excelentes ejemplos/recipientes de juicio humano: reciben y dan. Un hombre vive sólo con su perro, que un día no duda en morderle mientras le sirve croquetas en un plato. El propietario se siente ofendido y retrocede un paso o dos, mientras el animal se abalanza sobre la comida sin darle importancia al asunto. El sujeto sigue palpando la zona atacada revisando posibles daños. Lamentaba que la gratitud fuera algo que sólo se le exige, tan violentamente, a los seres humanos; no veía reparo en civilizar al perro con un martillazo en la cabeza, un simple golpe de muñeca, apenas audible y luego una leve depresión en la mollera, un pequeño grito ahogado y es todo, era como desbastar el perro a ciudadano. Habría algo de sangre quizá, se imaginaba que no respondería al golpe, que se quedaría inmóvil, prolongando el desmayo, o que se echaría para atrás en su perímetro de acción, delimitado por la distancia que guarda con su plato (tal como funcionan los departamentos), como arrepentido de meterse con el mundo, o por lo menos con uno que no era el suyo. Definitivamente, en su hipotético castigo y eventual conmiseración, le estaba dando todos los derechos a los que cualquier ciudadano puede aspirar. Definitivamente estamos ante una nueva versión de cómo la gente organiza sus deseos, dolores, temores, esperanzas, ambiciones, límites, relaciones sociales e identidades, una versión más veloz y llamativa. Pero la imagen deseada está allí. No así el otro. El otro nunca está presente y es más que evidente que jamás se podrá acceder a esos cuerpos, a esa vía de satisfacción que nos aseguran odiosamente que es el terreno sexual.
Cada ciudadano contemporáneo debiera tener el derecho inalienable a estar al margen. Y no hay constricción ni deber, sino la posibilidad de cada individuo en su propio hastío de afirmarse a sí mismo. Esto, por supuesto, implica un compromiso y la toma de una posición ante el entorno.
Algunos ejercen su depresión amablemente, y todo el mundo parece estar de lo mejor. ¿Qué pasa si no se le da la gana a alguien sentirse siempre bien? Incluso se nos ha despojado de nuestro derecho a estar tristes. La depresión, se suele recordar al común de la población vía radio y televisión, es una enfermedad. Pareciera que basta con introducirla al vocabulario popular para que exista en el mundo y se difunda vulgarmente la idea de que algunas personas no soporten enfrentarse a sí mismos. Y así, la felicidad tan deseada le es negada al depresivo y al autista, que no conoce el deseo y por lo tanto no lo necesita, tampoco la felicidad le es imprescindible, sólo la mera supervivencia.

Wyatt Byrnamm, febrero de 1991

7 comentarios:

O.M.A.R. dijo...

Hoy no lo leí, se veía muuuuuuy extenso, vuelvo otro día.

El crédito lo tienes, pero es mejor el anonimato.

sirako dijo...

buen, si fuera presidente lo pondría de moda, no sé cómo. siempre he sido, no de los tristes, sino de los alegres huecos, sin logros, los que otros llaman perdedores. pero nunca me ha perturbado como perturba al medio. bueno sí, últimamente. tienes que madurar, dicen, e incorporarte al medio. cuando ves que todos trabajan para comprarse ropa y que tú vendiste tu obra y te acabaste el dinero en quién sabe qué pero no compraste nada (si acaso un aparato para tocar música y discos) te sientes apartado, y no es que se sienta bien, pero no se siente mal sabes? no disfruto de ser un fracasado, pero no lo sufro. además defiendo la tristeza y el derecho a fumar, como todo lo demás. el cigarro es melancólico y es curativo. se te va la vida y es lo único que cuenta.

bob, rola más a ese wyatt

Mario Vela dijo...

soy yo, o me sono a superación personal.....

¿o eso era?

Anónimo dijo...

Sí, amigo Bob, pase más cosas del inexistente Wyatt. Entiendo que arriba digan lo de la superación personal, pero el asunto es que ningún libro de superación personal tiene esa prosa

O.M.A.R. dijo...

Ahora sí ya lo leí. Muy denso el asunto...

Anónimo dijo...

Puff, superación personal... Lo siento pero ese término esta demasiado paulocoehlizado como para que me inspire respeto.

Y el texto me encantó. De verdad. A mí no me molestaban tus anteriores post, de hecho me gusta que escribas en tu estilo muy peculiar.

Ojalá pongas más traducciones. Por que ya nos advertiste que es imposible googlearlo (como diciéndonos, yo soy el único niño que tiene balón de futbol en esta colonia)

Por fa mas traducciones!

Poala dijo...

4 guiones

-Y si te quedas sentado observando al muro?
-Los abanderados son unos suckers.
-Yo si siento que aburrirse es perder el tiempo, no digo que bailen , ni que estén contentos, puedes estar bloom y entretenido, hueva la aburrición.
-“No se me da la gana estar contento.”
“Cada ciudadano contemporáneo debiera tener el derecho inalienable a estar al margen.”
Ja ja priceless.